Es imposible aburrirse con el espectáculo que nos brinda esta producción de la Komische Oper de Berlín, gracias a sus artífices Suzanne Andrade, Barrie Kosky y Paul Barrit nos encontramos en una de esas ocasiones en las que toda la producción se adecua a la perfección a la música y le da consistencia al libreto y a la acción teatral dando como resultado una inolvidable propuesta escénica.
Siempre ha sido difícil representar esta ópera, siendo un singspiel , los números musicales se intercalan entre recitativos secos, sin ningún tipo de música, donde se tiene que reforzar lo teatral, la actuación de los protagonistas; sin embargo esto es difícil cuando el libreto, como es en este caso de Emanuel Schikaneder, es tan ambiguo e inconsistente, tan pródigo en cambios de escena y localizaciones demasiado abstractas para ser bien presentadas; ello no es óbice para que la maravillosa música de Mozart fluya dando lugar a algunos de los números más conocidos de la historia pero es evidente que supone un reto para los enfoques de los directores de escena. Todavía recuerdo hace unos años en el mismo teatro cómo la Fura dels Baus optaba por cargarse todos los recitativos para poner reflexiones aparentemente trascendentales y llenar la escena de pelotas de tenis, además de poner en aprieto a una Reina de la noche en dudoso equilibrio. Una producción relegada al olvido con total justicia. Era ignominiosa.
De ahí el doble valor de la producción que se representa en estos días en el Teatro Real, no solo solventa las dificultades con dinamismo sino que consigue integrarla con la música y lo teatral de manera simbiótica; da la impresión que no falta ni sobra nada. Su original idea parte del cine mudo y la estética recuerda a Buster Keaton (como bien nos recuerda el programa) en la concepción de la animación y en el manejo soberbio de los recitativos: sustituidos por mensajes en pantalla como si se tratara de la época con música de fondo (espléndidas las fantasías en Re y Do menor), consiguiendo de esta manera dar consistencia a la trama que de otra forma podría quedar coja. Una especie de pantalla de cine llena la escena y se van proyectando las escenas según se suceden, moviéndose una serie de paneles a diferentes alturas donde van apareciendo los cantantes; esta ingeniosa idea insufla dinamismo, los cambios son rapidísimos, no entorpecen la acción, además están llenos de sorpresas y originalidad (qué ejemplos los dos con la Reina de la Noche) resultando muy divertidas o incluso evocadoras según sea necesario. Concluyendo, es mejor verla, cualquier palabra se queda corta ante imágenes que se explican por sí solas. Buen trabajo, además, de los cantantes que interactúan con lo proyectado como si fuera real. Todo un logro perfectamente pensado y milimetrado al segundo que no pierde su capacidad de empatizar con el espectador.
Ante la excelencia que supone este montaje tenemos que contraponer, lógicamente, lo musical; y ahí encontramos no pocos nubarrones debido a la concepción del teatro pero cumplen más o menos con lo que el público puede esperar. Afortunadamente la labor de Ivor Bolton estuvo acorde con lo que se esperaba de él como director titular (las dos anteriores ocasiones me habían causado dudas razonables); enérgico con la orquesta y tan dinámico como lo escénico, su lectura de la música de Mozart fue divertida y cuidada, incluso eligiendo tempos que iban ligeramente acelerados sin que la acción se resintiera, sabiendo adaptarse los cantantes a ello. La orquesta sonó bien, sin estridencias, equilibrada y empastada con los cantantes.
En cuanto a los cantantes, empiezo por lo peor en esta ocasión, la mayoría del público suele sentirse satisfecho si la soprano que hace la Reina de la noche lidia su segunda aria con todos sus sobreagudos («Der Hölle Rache kocht in meinem Herzen») y, desde luego, Ana Durlovski, delicada muñeca en la obra de Offenbach el año pasado en este mismo teatro, tiene los agudos y la facilidad para emitirlos, estuvo notable, bastante precisa en su emisión. Sin embargo, la verdadera medida de este papel viene con la primera aria «Oh zittre nicht, mein lieber Sohn!», complejo número debido a que tiene tres partes muy diferenciadas donde se precisa una dramática de coloratura, ese tipo extraño de soprano que consigue dotar de dramatismo y personalidad al papel; el problema es que Durlovski es una ligera de libro y cada una de las partes estaba cantada de igual forma, no hay profundización y su centro se queda ahogado, sin fuerza, sin nada de cuerpo. Su voz, me temo, no es lo más adecuado para este papel. Tampoco acabo de entender el Sarastro de Cristof Fischesser, más en un papel como este, de bajo profundo de libro pero sin grandes profundidades canoras, es una perita en dulce para un bajo habitual (todavía recuerdo lo bien que la cantaba Kurt Moll), en su aria «In diesen heil’gen Hallen» tiene que transitar por el registro grave con facilidad (sólo baja hasta un Fa3) y Cristof no lo consiguió en ningún momento, llegaba a duras penas, aumentaba el vibrato, sin apenas volumen. Lo malo es que ni siquiera los agudos, muy cómodos, resultaban adecuados. Una voz ciertamente limitada.
Mejores las prestaciones de Sophie Bevan como Pamina, hermosísima su aria («Ach, ich fühl’s, es ist verschwunden») cantando en todo momento con sensibilidad y con gran proyección sonora, convenció además con su actuación para configurar un papel muy completo. Lo mismo se puede decir del Tamino de Joel Prieto que cantó su joya («Dies Bildnis ist bezaubernd schön») con mucho sentido y con un timbre ciertamente bello, bien proyectado, un instrumento de calidad al que solo le faltaba un poco de dramatismo en algún momento. Tampoco se puede uno quejar del Papageno de Joan Martín-Royo cuya voz se adaptaba a la perfección al papel del pajarero, no demasiado complicado en lo vocal pero que requiere una gran actuación para resultar tan divertido como es necesario. Estelar Ruth Rosique en su breve pero intensa Papagena. Bien el malvado Monostatos de Mikeldi Atxalandabaso. El coro estuvo estupendo, bien empastado en los números en los que participó y contundente en el espléndido final.
Todo un triunfo, de esos que dejan una sonrisa en la boca a todos los asistentes, sepan de ópera o no.
Mariano Hortal
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