La gran duquesa de Gerolstein en la Zarzuela: apoteosis del desenfado

La gran duquesa de Gerolstein en la Zarzuela: apoteosis del desenfado

Fiel a su actual apuesta por otros géneros musicales diferentes al que le da nombre, el Teatro de la Zarzuela presenta esta singular propuesta en castellano de una de las operetas menos difundidas de Jacques Offenbach, La gran duquesa de Gerolstein, fruto de la moda de las innumerables traducciones a nuestra lengua que poblaron los escenarios líricos madrileños desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del XX.

Por tratarse de una nueva traducción del francés, algunos aficionados podíamos estar con razón un tanto perspicaces respecto al desafortunado precedente con la Carmen españolizada que abrió la presente temporada del coliseo de la calle Jovellanos, cuando se nos ofreció una traducción que perjudicaba (y mucho) al originario texto de la ópera de Bizet. No obstante, en el caso que nos ocupa, a pesar de los irremediables desajustes que a la hora de una traducción de este tipo se generan entre la prosodia francesa y la castellana, percibidos en ocasiones en el forzado engarce métrico del texto traducido con los números musicales, se ha constatado un cuidado trabajo de traducción, que a nivel de texto hablado evita los excesos de los versos en ripio, elaborado por el musicólogo Enrique Mejías, cuya versión para esta nueva puesta de largo de la opereta utiliza varias fuentes originales de otras traducciones históricas de la obra de Offenbach cuando ésta fue representada durante décadas en teatros de Madrid, realizando una singladura de todas ellas realmente encomiable, lo que se aprecia en el acabado general.

Para la puesta en escena de esta opereta, que bajo su superficie desenfadada, alegre y chispeante se oculta un acusado trasfondo paródico y satírico de la sociedad aristocrática de la época y de sus principales representantes, la nobleza y el ejército, se ha contado con la experiencia teatral del regista italiano Pier Luigi Pizzi, el cual, apoyado en su fiel colaborador Massimo Gasparon (encargado de la supervisión de escenografía, vestuario e iluminación), en esta recuperada producción de 1996 proveniente del Festival del Valle d’Itria de Martina Franca, elabora una ortodoxa y austera pero muy efectiva propuesta escénica que aprovecha las posibilidades de la escena, utilizando para ello una pasarela que rodea el foso y que se convierte en elemento tan esencial en el discurrir de la acción teatral como el propio escenario, integrado por casetas militares dinámicas y revestido de una preponderante tonalidad azulada. A pesar de este atractivo envoltorio escénico, que se mantiene casi inalterable en el discurrir de los tres actos, el movimiento actoral dentro de él resulta un tanto reducido por el número de personas en escena, limitándose a usar con soltura la pasarela y el propio pasillo central del teatro para las salidas y mutis de cantantes y figurantes. Por su parte, los momentos de baile desatado, especialmente al final del acto segundo, con el vibrante can can marca de la casa de Offenbach que hace explosionar el en principio cándido baile del carillón, y los estilizados pasos de ballet del comienzo del tercero, merecen reconocimiento al coreógrafo Marco Berriel, los cuales nos adentran en el genuino espíritu de opereta centroeuropea.

En ciertas producciones líricas existe un pilar fundamental gracias al cual toda la representación gira y funciona de forma mecánica como un reloj suizo, y en este caso ese pilar es sin duda la soprano Nicola Beller Carbone dando vida a la protagonista. Carbone, que debuta brillando con luz propia en las tablas del Teatro de la Zarzuela, es un auténtico animal escénico cuya sola presencia eclipsa incesantemente todo lo que le rodea, dotando, como en raras ocasiones se ha visto, de un porte señorial y distinguido a su personaje, una extravagante duquesa que se encapricha de Fritz, un soldado de su regimiento al que no duda en ascender de rango militar y nombrarle general en jefe de todo su ejército enviándole a adquirir la gloria en campañas bélicas. La apostura escénica a través de su elegancia y buen gusto y la gravedad que aporta a la duquesa la soprano de origen alemán (curioso paralelo con el ilustre Offenbach) se complementa con un asombroso control de sus depurados medios vocales, ostentando una gama de matices expresivos que la llevan desde un asentado centro vocal (acomodo esencial para este personaje), saltando a un agudo limpio e insolente y colocando unos graves contundentes y repletos de intención, atributos todos que se adecuan como un guante a las distintas modulaciones de carácter que definen a este voluble personaje imbuido de una verdadera psicología teatral.

La gran duquesa de Gerolstein en la Zarzuela: apoteosis del desenfado

Entre la galería de personajes que pululan alrededor del eje central que es la duquesa, encontramos magníficas aportaciones de una cantera vocal española que envidiaría muchos teatros extranjeros. El tenor vasco Andeka Gorrotxategi, que tras sus veristas Rafael “el Macareno” y Curro Vargas en este mismo coliseo, le vemos encarnando por primera vez un personaje cómico, auténtico caramelo escénico como es este Fritz, vuelve a asombrarnos con sus cualidades vocales en su gran facilidad para moverse en el registro agudo y un canto ligado que encandila. Si a ello se suma la vis cómica que ha otorgado al personaje a través de su sempiterna frase “caspitina”, las cartas están servidas para que este inocente personaje resulte más que atractivo y se beneficie de la complicidad con el público.

El trío de conspiradores contra Fritz (Conde Puck, General Bum y Príncipe Pol) encuentra verdaderos hallazgos cómicos en las voces de Manuel de Diego, César San Martín (contundentemente marcial entonando su célebre y pegadiza canción “¡Pif, paf, puf y taracatapum!”) y Gustavo Peña, demostrando todos ellos una mutua y plena compenetración tanto en lo vocal como en lo escénico. En el caso de Peña, su ridícula y amanerada, cuando no histérica concepción teatral del personaje, choca radicalmente con el último personaje con el que le hemos disfrutado en Madrid acompañando a la propia Carbone y que se encuentra en las antípodas de este simpático y bobalicón Príncipe Pol, el muy dramático Luis de Vargas de la ópera Pepita Jiménez de Albéniz.

A este trío de ases se une el absoluto conocimiento de los entresijos de la comicidad teatral por parte del tenor Enrique Ruiz del Portal como el Capitán Nepomuceno, al que se le echaba de menos por estos lares, y la aportación del muy correcto bajo de voz especialmente profunda Francisco Crespo como el Barón Frog, el último capricho amoroso de la “duquesa Carbone”. En el capítulo femenino, muy correcta en su línea de canto se mostró la soprano Elena de la Merced como la desenvuelta Wanda en sus amorosos dúos con Gorrotxategi del primer y tercer actos, así como las aportaciones episódicas de cantantes como la soprano Nuria García Arrés o la mezzo Anna Moroz en los almibarados cuplés de las cartas.

De destacar como es habitual el perfecto empaste y correcta dicción del Coro titular del Teatro sometido a veces a una excesiva inmutabilidad en las escenas de corte más naif, y una batuta, la del maestro Cristóbal Soler, que al frente de la Orquesta de la Comunidad estuvo muy atenta a la sincronía con los cantantes, sabiendo concertar con eficacia y corrección los números de conjunto e insuflando un ritmo controlado y mesurado, con escasas concesiones para el efectismo, a los incesantes galops, can can y valses que pueblan por doquier la partitura “offenbaquiana”.

Germán García Tomás @GermanGTomas