Está claro que los gustos han cambiado mucho desde que La Juive, representada estos días en Estrasburgo (Opéra National du Rhin), fuese compuesta por Jacques-Fromental Halévy en 1835, en pleno auge de la grand opéra francesa. Gozó de un éxito enorme en su momento, con más de 500 representaciones solamente en París en el medio siglo que siguió a su estreno, pero poco a poco fue cayendo en el olvido, así como el mismo Halévy. Bajo esta perspectiva, Peter Konwitschny, director de escena, y Bettina Bartz, a cargo de la dramaturgia, adaptaron esta obra para la Ópera Vlaanderen hace ya tres años, utilizando una serie de recursos con desiguales resultados.
Como primer recurso, recortar su duración en una hora, desde las cuatro de la primera representación, eliminando las escenas accesorias de pompa y boato, algo que lleva haciéndose con La Juive desde hace tiempo. Al fin y al cabo, lo que se critica de la grand opéra es su sumisión a los gustos del público, con esa gran masa de figurantes y coristas abarrotando el escenario. ¿Por qué no adaptarse ahora a unos espectadores acostumbrados a los formatos más breves de la televisión o Internet, y más cuando las partes suprimidas no afectan al argumento y al desarrollo musical de la obra? Si tras su estreno ya fue calificada como demodé, plagada de anacronismos y musicalmente poco inspirada, ¿qué podemos esperar cuando han pasado casi doscientos años desde su estreno? El libreto, escrito por Eugène Scribe, relata una historia de amor imposible entre la judía del título, Rachel, y el príncipe Léopold, cristiano, en la Constanza del siglo XV. A su vez, el supuesto padre de Rachel, Eléazar, no es en realidad su padre, sino que ella es hija del antiguo conde Brogni, responsable de la muerte de los hijos naturales de Eléazar. Éste encontró a Rachel junto a las ruinas de la casa incendiada de Brogni, donde murió toda la familia del conde. Si a esto unimos que Brogni, ahora cardenal, se encuentra en Constanza mientras transcurre la historia, el drama está servido. Sin embargo, bajo toda esta historia de culebrón subyace una crítica a la intolerancia religiosa que desde hace unos treinta años ha conseguido que esta obra, la mejor de Halévy, vuelva a gozar de cierta consideración y aumente el número de representaciones.
Otros recursos utilizados en esta producción para adaptar la ópera a los nuevos tiempos son la simbología y el vestuario. La escena es sobria, con un gran rosetón de catedral al fondo y con unos pilares metálicos que se desplazan para configurar el espacio de cada escena. El vestuario de la mayoría de los personajes es blanco y negro, inspirado en vestimentas tradicionales judías. La única nota de color es el vestido turquesa de la princesa Eudoxie y algunos disfraces de los que hablaremos más adelante. Esta sobriedad permite destacar uno de los elementos más originales de la puesta en escena, el color de las manos de los intérpretes. Azul para los cristianos y amarillo para los judíos. A veces en forma de guantes y otras como pintura sobre las propias manos. Además de un recurso útil para que el público identifique más fácilmente el credo que sigue cada personaje, las manos coloreadas hacen más presente la intolerancia y la diferencia insalvable entre ambas facciones. Diferencia que sabemos artificial, como bien demuestran Rachel y Eudoxie cuando ambas lavan sus manos en el que quizás sea el momento con más carga simbólica de esta puesta en escena. Un poco de pintura y unos cuantos mandamientos sagrados es lo que impiden el amor y la salvación de Rachel y alimenta los deseos de venganza de su supuesto padre. Pequeños detalles que han conducido a guerras, asesinatos sumarios y ataques terroristas a lo largo de toda la historia. Para el espectador poco dado a sutilezas, Konwitschny y Bartz ponen en escena al final del tercer acto, de forma menos elegante que en la escena del lavado de manos, toda una cadena de montaje de cinturones explosivos manipulados por manos de todos los colores.
Al margen de esto, la puesta en escena abunda de golpes de efecto que, si bien en ocasiones resultan simpáticos, en muchos casos distraen la atención de la obra. El primero de ellos es el que los intérpretes canten entre el público. Al final del primer acto, el que todo el coro baje a la platea con banderitas de papel refuerza el tono festivo de esta escena. Las banderitas se agitan siguiendo el ritmo de la música, los intérpretes principales hacen tonterías superfluas en el escenario y cuando el telón se cierra uno no puede evitar seguir sonriendo. Aún pase también el que Rachel cante gran parte del segundo acto en la platea, aunque esté demasiado tiempo abajo y el director musical, Jacques Lacombe, se vea forzado a girar la cabeza varias veces para poder acompasar la música al canto. Pero cuando Eléazar baja también a platea para cantar el aria más famosa de la ópera, Rachel, quand du Seigneur, al final del cuarto acto, la cosa empieza a oler a recurso efectista fácil. Si bien Roberto Saccà desarrolla el aria de forma correcta, mirando al público y transmitiendo la fuerza de las dudas de Eléazar, en la siguiente escena canta de espaldas al respetable. Por muy amenazante que sea el coro de cristianos que canta desde el escenario, poniendo a los espectadores en el lugar de Eléazar, el canto de este último no se escucha bien, lo que elimina la impresión que deja el aria anterior. Al menos Robert McPherson, que interpreta a Léopold, podría utilizar este trasiego arriba y abajo del escenario como excusa para el gorgorito que se le escapó en una de las idas y venidas de la representación en la que estuve presente.
Por otro lado, sería difícil enumerar cuántos golpes y destrucciones de objetos se suceden a lo largo de toda la representación. Una cama que se parte en dos, un maletín que se rompe después de arrojarlo al suelo, mesas volcadas… como si rompiendo cosas y haciendo ruidos que sobresalten se quisiesen emular las películas de acción norteamericanas. El colmo es cuando la princesa Eudoxie saca una pistola cuando llega a casa de Eléazar y en un momento dado la dispara, con el consiguiente sobresalto de la audiencia y el olor a pólvora de teatro. Da la impresión de que los encargados de la puesta en escena querían que hubiese un disparo y no sabían cuándo. No se les ocurrió nadie mejor que Eudoxie, un personaje que Halévy y Scribe dejan en gran parte en manos de los responsables de la representación, tanto a nivel musical como dramático. Si bien aquí esta libertad se aprovecha en algunos momentos, como en la escena del lavado de manos antes mencionada, se malogra en muchos otros, en los que se presenta a una Eudoxie cuyo histrionismo distrae al público y mina la relevancia del personaje, como ocurre cuando baila y juega a las palmas con Rachel.
El último golpe de efecto que mencionaré son los disfraces de Eléazar y Rachel cuando van a condenarlos, primero de obispo mitrado y “Mamá Noel” y luego, cuando suben al cadalso, con vestidos de boda. Pase respecto a los primeros, aunque no quede demasiado claro el mensaje, pero el ver a Rachel cantando de novia con un ramo en la mano antes de que ejecuten su pena convierte en ridícula la apoteosis dramática de la obra.
Esta representación de La Juive no aburre, de ninguna manera, pero queda como un mero divertimento plagado de gags y ruidos al lado de otras representaciones de la Opéra National du Rhin. Como si intentasen enmascarar la escasa celebridad y reconocimiento de esta ópera con una serie de golpes de efecto que individualmente pueden resultar simpáticos pero cuya repetición evidencia lo fácil del recurso, además de ensombrecer la fantástica simbología de las manos coloreadas. Flaco favor al ya malogrado Halévy.