Hemos tenido la ocasión de disfrutar en el Teatro Real de la versión íntegra y sin corte alguno de la ópera Lucia di Lammermoor, la cumbre del melodrama de Gaetano Donizetti, en una producción de la English National Opera dirigida en lo escénico por David Alden, que se ha llevado la acción original del libreto de Salvatore Cammarano a la Escocia de mediados del siglo XIX (no la original de Walter Scott), en un clima opresivo, netamente romántico, materializado en estancias amplias y oscuras de paredes desconchadas, plagadas de retratos de antepasados que contribuyen a recrear ese ambiente inquietante (a lo Dorian Gray de Oscar Wilde), si bien la presencia de esos cuadros, muchos de ellos de gran tamaño, puede antojarse en ocasiones excesiva y hasta de cariz morboso, sirviéndole al régisseur hasta el punto de hacer describir con ellos a las tumbas del cementerio de los Ravenswood.
Se comprueba un habilidoso manejo de los decorados, cuya disposición en sus cambiantes ángulos determina en gran medida el movimiento escénico. Porque la propuesta de Alden ha huido del naturalismo (no hay bosque ni fuente en el primer acto) y se ha centrado en buscar la autenticidad en los ominosos interiores y su tenebroso mobiliario, en aquella Inglaterra victoriana marcada por el servilismo a las decisiones masculinas en el ámbito familiar, como lo representa el completo sometimiento de Lucia a su hermano Enrico en una visión escénica que no duda en hacer entrever trazas de acoso sexual, y en la que la joven Ashton está caracterizada por su fragilidad e infantilismo, que se verán sustituidas por un aspecto de estética gore en su gran escena de la locura.
Lo cierto es se alcanza una comunión perfecta entre escena y foso, en el que el drama se sostiene bajo la dirección musical de David Oren, cuya gestual batuta otorga fuerza y aliento a las inolvidables melodías donizettianas, concertando con suma diligencia números de conjunto como el sexteto y la stretta final del acto segundo y cuidando en general a las voces, aunque en algunos casos la orquesta suene excesiva de volumen por el énfasis expresivo de los momentos en los que late más el drama. A destacar en especial la majestuosa sonoridad de las trompas y esa levedad y delicadeza asociadas a la tímbrica del exótico instrumento rescatado para la ocasión en el monólogo de Lucia del tercer acto, la armónica de cristal, tocada en este caso por Philipp Marguerre, que sustituye a la tradicional flauta en el acompañamiento orquestal y en las cadencias vocales de la protagonista en dicho fragmento, y cuya invención se la debemos al mismísimo Benjamin Franklin.
En lo que respecta al apartado vocal, los dos protagonistas del segundo de los repartos desarrollan una función muy estimable y son recibidos por el público con aclamación, a pesar de que en cierta medida les haya hecho sombra la pareja formada por Oropesa-Camarena. La soprano rusa Venera Gimadieva compone una digna Lucia (a la que ha dado vida hace dos meses junto a nada menos que Juan Diego Flórez), algo ausente y un tanto corta de hondura dramática en lo escénico, pero que salva con suma facilidad la intrincada y comprometida coloratura del personaje, nada más aparecer en escena con su “Regnava nel silenzio”, aunque alcanza su momento más redondo en la esperada escena de la locura, donde las piruetas vocales (picados, escalas, saltos de octava, etc) son abordadas con entera finura y hasta cierto arrobamiento en su voz de lírico-ligera, homogénea en su registro (con un más que notable grave en la palabra “fantasma”), y tomándose la licencia de retardar el tempo para emitir algunas notas.
Supo amoldarse muy bien al Edgardo del tenor Ismael Jordi, intrépido y resolutivo, que destaca no por una especial belleza en el color, sino por la carnosidad lírica del instrumento, con el que frasea refinadamente y en cuyo canto spianato y cantabile atiende a la mezza voce además de exhibir gran volumen en los instantes más impulsivos. Una prestación vocal la del joven tenor jerezano que busca la diversidad de matices cuidando las dinámicas y que alcanza su cenit expresivo en el final de la ópera, defendiendo de modo altamente expresivo las más bellas frases que Donizetti destina a su personaje.
Por contra, un tanto monocromático resulta el Enrico del barítono Simone Piazzola, muy timbrado y severo en sus dúos con Lucia y Edgardo pero carente de claroscuros y del que se podría haber esperado una mayor nobleza de canto. Muy convincente resulta en cambio el Raimondo del bajo Marko Mimica, buen cantante que aporta grandes dosis de honorabilidad a su pacificador personaje. Asimismo, cantan y recitan modélicamente sus pequeños cometidos los tenores Yijie Shi como Arturo y Alejandro del Cerro como Normanno, un capitán de la guardia que aquí se ha convertido en un antipático y malintencionado funcionario. Y por ende, la mezzosoprano Marina Pinchuk es una dramática Alisa que se hace oír por encima del resto en el sexteto del segundo acto en el que el Coro Titular del Teatro Real sobresale luciendo todas sus credenciales canoras en su doble faceta festiva y trágica.
Germán García Tomás