A escasos metros de la orilla del mar, en el valenciano litoral de la Malvarrosa, más de tres mil personas sentadas por sus propios medios en hamacas y sillas playeras, asistieron a un sugestivo concierto que, en la noche del pasado 13 de julio, protagonizaron la orquesta de Valencia con Ramón Tebar, su director titular al frente. Un ambiente popular y espontáneo, que, sin perder el talante, se tornó educado y atento al escuchar, con respetuosa deferencia e interés, la música que nacía de un escenario portátil cuya estructura de cúpula esférica, recordaba la del mítico Hollywood Bowl. La totalidad del público puesto en pie, ganado por el atractivo de la audición, aplaudió con entusiasmo a la sinfónica y al director, desde los últimos compases del zapateado de «La Boda de Luis Alonso» que cerró el programa, logrando una anhelada propina: la obertura de la opereta de Johan Strauss II «El murciélago», asimismo recibida con calurosas ovaciones.
Este proyecto espontáneo, abierto y simpático idea mancomunada de Vicent Ros y Ramón Tebar (acostumbrado a llevarlo a cabo en EEUU, donde está al frente de las orquestas de Florida y Palm Beach), tiene el interés de acercar la música culta, (en un ámbito nada convencional, pero muy sugestivo y desembarazado) a una concurrencia que, de ordinario, no pisa los auditorios. Bien haya el propósito y más aún el excelente resultado.
La «Fanfarria para un hombre corriente» de Copland, que principió el programa, tuvo carácter intencional: la exaltación humana del ciudadano que vive los horrores de la Segunda Guerra Mundial, patentes en las brutales deflagraciones de los grandes parches de la percusión. Siguieron dos obras de parejo argumento, pero muy divergente morfología: «Romeo y Julieta» de Tchaikovski y «West side story» de Bernstein. La amplificación del sonido, pese a la riqueza micrófonos que abarrotaban el escenario, no fue justa con una versión de la obertura del autor ruso pletórica de matices, ni con otras del programa, (¡ay qué lástima en las malas condiciones que llegó al oído de la audiencia el idílico y seductor tema de Julieta!) novelesca y emocionada. La suite del compositor y director norteamericano no estuvo mucho mejor ecualizada. Los ritmos del jazz, al swing (desde el tritono con los dedos chasqueados) pasando por el mambo y otros danzables de los Jets, surgieron fértiles, contrastados, en una amplia panorámica de timbres, lo que aún acentuó más los dos idílicos temas amorosos («Somewhere» y «I have a love»), posiblemente el punto de contacto que el sensitivo director estableció entre las dos obras argumentadas en el drama de Shakespeare.
El sabor latino se manifestó en tres obras que recientemente ha hecho suyas Gustavo Dudamel por sus grabaciones discográficas: «Sensemayá» de Revueltas, el «Mambo número 2» de Márquez y «Malambo» (de la suite «Estancias») de Ginastera. Las versiones que escuchamos no tuvieron nada que ver con los desafueros de tiempo y barahúnda de orquestas superpobladas del director venezolano. En los sincopados ritmos hay melodías y sensaciones sonoras subyacentes, que Tebar patentizó, infundiendo un «marchoso» vitalismo a la audiencia. En la primera se aplaudió el preciso ajuste sinfónico de ritmos divergentes a base de compases de amalgama («¡Mayombe-bombe-mayombé!»), con guiños a «La consagración…»stravinskyana. En la segunda el apetitoso sabor del son cubano testado en la herencia de Lecuona y en la tercera el repiqueteo ternario de las boleadoras (3/4 y 6/8) de excitante y bravía polirritmia. La numerosísima asistencia patentizó ostensiblemente su agrado. La ecualización del sonido fue más decorosa y ello ayudó a l mejor comunicación con la audiencia. Para la próxima edición del concierto, si se lleva a cabo, es algo que los ingenieros de sonido tendrán que afinar, al igual que las imágenes de los músicos proyectadas en las pantallas de video gigantes, pues casi nunca coincidía la filmación con los instrumentistas que estaban interpretando en ese momento.
El rey de los intermedios zarzueleros el de «La boda de Luis Alonso» fue llevado a un pulso aceleradísimo (la partitura decreta «Allegretto» el ritmo de bolero inicial) que puso a prueba, por su vertiginosa velocidad, el virtuosismo de los profesores de la orquesta, singularmente al trío de trombones en el final del zapateado, que está marcado tan solo «Allegro mosso» por el autor. Ahora bien, el público se enervó con tan fulgurante lectura.
Antonio Gascó