El Gran Teatre abre la temporada con la producción de Un Ballo in Marchera de la mano del mismo equipo artístico que nos brindó I Capuletti e i Montecci el pasado curso, esta vez de un corte más austero y proclive a la definición atmosférica del conjunto antes que a la composición escénica más exuberante y pictórica de la anterior ópera.
A la cabeza del segundo reparto, Fabio Sartori encarnó un fortísimo gobernador, su gran potencia vocal y su brillo en el registro agudo afianzaron un Riccardo de gran autoridad que fue el tren delantero de sus dúos y labró una ovacionada “Forse la gloria attinse.. ma se m’è forza perdeti”. Giovanni Meoni puso en escena al amigo y secretario del gobernador, un Renato respetable pero inocuo para la trascendencia y el vigor que la trama requiere del personaje. Su esposa Amelia corrió a cargo de una Maria José Siri que, sufriendo indisposición desde el inicio del segundo acto de este jueves, decidió seguir adelante y sacar a flote un personaje controlado y elocuente ante un público que no vaciló en aplaudir varias de sus arias. Patricia Bardon supo llevar el rol de la bruja Ulrica a su terreno vocal con inteligencia, de modo que el menoscabo de graves y ciertos agudos rozando el límite no fueron óbice de su gran dominio de la partitura y del canto. Katerina Tretyakova pintó un colorido y ágil Oscar, el sirviente del gobernador, con una segunda aria rematada en aplausos. Gran coro de Conxita García, y una orquesta con la personalidad y el nervio del maestro Renato Palumbo, de buen nivel y gran final.
La dirección escénica de Vincent Boussard desacopla escenario de proscenio como los ámbitos donde transcurre la acción y donde Riccardo se retrotrae de ella como un testigo mudo que observa el devenir de los acontecimientos de su propio mundo, de su propia historia despojada de máscaras. El escenario en sí es una caja acomodada al centro y elevada un escalón cuyas paredes forman una estructura única que se iza y descuelga revelando capas sucesivas de paramentos a modo de máscaras escénicas sobre la que se proyectan diversas texturas: marítimas, paredes desconchadas o lágrimas de sangre sobre un enorme retrato del propio gobernador de Boston.
A escena y proscenio se añade como atrezzo un objeto simbólico de cada escena: un barco de papel, la inocencia ingenua avocada a hundirse del governador, flores bajo un reo colgado, nutriéndose de sus jugos, no muy distantes al amor entre el Riccardo y Amelia que florece para nutrirse de la tragedia, un coche teledirigido de juguete del hijo de Amelia que recoge Óscar al final de la escena tras haber presenciado la conspiración, se acabaron los juegos, y finalmente la evocación de una gran lámpara de lágrimas para el salón del gran baile final, donde no hay máscaras que no sean los paramentos superpuestos de este Un Ballo in maschera en el Liceu.