La muerte del Cisne. Sesquicentenario luctuoso de Gioacchino Rossini.

Gioacchino Rossini
Gioacchino Rossini

Días hacía que las musas cesaran su canto celestial. Ese viernes trece de noviembre, en el grupo de asistentes a la villa de la Avenida Ingres, en Passy, nadie se personaba para escuchar las acostumbradas  interpretaciones deslumbrantes de la madrileña Patti, de la Alboni, los vibrantes sonidos del arpa de Godefroid, las  nutridas notas de Diémer o Thalberg en sus pianos, las conversaciones sociales de todo tipo. En esa ocasión, empero, se distribuían en sus salones con disposición distinta: algunos descansaban la cabeza en cojines bordados, otros recitaban plegarias,  no sé quién cuchicheaba apesadumbrado, unas damas se reconfortaban entre sí, alguien era censurado por alzar la voz; unos bebían cierta infusión caliente, un par murmuraba frases fabricadas, todos allí aguardaban preocupados. Y escaleras arriba, en la triste habitación de mortecina  iluminación, el coruscante resplandor de ese gran hijo del arte se había tornado grisáceo, enjuto, evanescente. Su terrible estado provocaba piedad a los dolientes acompañantes. Ya no hablaba. Los párpados cerrados a veces se abrían buscando el rostro de esa mujer que lo había acompañado por décadas, su esposa. El doctor Barthe a petición del médico del emperador, Auguste Nélaton, había llevado al abad Gallet, que de buen grado convenciera al enfermo a observar algunos ritos religiosos. Representaba un gran  alivio para su consorte, para sus amigos, no para él en realidad. El cáncer rectal, mal diagnosticado en un principio y peor tratado por los médicos en operaciones breves y recurrentes, se complicaba con septicemia, quizá gangrena. Las interminables horas febriles, los dolores de las laceraciones mantenían al moribundo en condiciones infamantes. Cuatro enfermeros tenían que habérselas con una llaga viviente, que sólo podía alimentarse con hielo que, a decir verdad,  no disminuía su incandescente temperatura.  Pero a esas horas, parecía que una calma fantasmagórica coexistía en la dura escena.   Silencio. En el lecho  angustiado,  se vislumbró una lágrima descendiendo por la cetrina mejilla de aquel gigante de la música. «Olympe», se lo oyó musitar cansinamente.  Se sumió en un sueño sin sueños, acaso un alivio a sus intensos sufrimientos. Sus respiraciones se hicieron más lentas, pausadas, apagadas. Su lastimado cuerpo se relajó. Su corazón no palpitó ya. Ese magnífico ser que había  infundido un vigor único a la música, que embelleciera una época, que deleitara las almas de todos, dejaba de existir. Su reloj de bolsillo Breguet no pudo marcar la hora. Hacía semanas que nadie accionaba su mecanismo. En cambio, un suntuoso compañero suyo sobre la chimenea, coronado por un Mozart esculpido, declaraba las once y quince minutos de la noche.  Al amargo llanto de las musas  se unía el de los presentes. Había muerto Rossini.

A la mañana siguiente, el célebre grabador que decorara  el Quijote cervantino, la Comedia de Dante, el Cuervo de Poe, contemplaba  el cuerpo inerte del insigne compositor, en descanso incrédulo, beatífico, en paz. Las impresiones de Gustave Doré retratarían la escena para el mundo. Fuera, los voceros abrumados repetían las terribles nuevas a Paris, que leía desconsolada.  No tenía el mundo ya entre sus caminantes al llamado Cantor del hedonismo, al enorme conocedor del ritmo humano.

Barcos, carruajes, diarios divulgaban la pérdida a llorar. Se declaraba el luto en varias naciones,  en instituciones, en corazones.

Las exequias fueron las de un rey; en efecto, era el sepelio de quien reinara sobre las potencias musicales desde las cumbres sublimes de la creatividad humana.

Decenas de miles congregáronse en las calles para ver el paso de la fúnebre carroza que portara los restos de ese genio que inspirara sus ideales, que arrullara sus instintos, que avivara el fuego de sus espíritus, que calmara sus tempestades, que encantara sus momentos.

Cerca de la Concordia, el imponente templo de la Madeleine, un dechado de opulencia  clásica, es un santuario idóneo para albergar a ese gran clásico, el Cisne de Pésaro. Jaeces rimbombantes, lluvias de flores, vítores encendidos, muchedumbres  remolineándose, trajines solemnes, mortuorios atalajes, la procesión entrega a la Iglesia de la Trinidad el cuerpo del músico para que se lo honre ahí también, en estentóreos funerales  pletóricos de plegarias en multiplicidad, en sinceridad. Pére Lachaise,  el cementerio que acoge a tantos hijos pródigos de la Especie,  custodiará en sus entrañas a Rossini, diez años después también a su mujer, Olympe. Pero sus compatriotas italianos reclamarán a su eminente paisano para su madre Italia con el correr de algunos años. En Florencia, en la noble  morada destinada a las más altas victorias de las artes y las ciencias, el templo de Santa Croce, se inhumará al  insigne Rossini.

En las semanas siguientes a su fallecimiento, en mil ochocientos sesenta y ocho, el orbe entero resuena con su música, estrenando póstumamente piezas, rescatando otras, recordando todas.

Gioachino Rossini, que gozara de los honores máximos por parte de monarcas, instituciones, gobiernos, asociaciones, grupos y formaciones  durante su vida de setenta y seis años, es objeto del más   placentero  homenaje, el de sus audiencias.

El Cisne se ha transmutado de leyenda viva en mito eterno, de ángel terrenal en célico.

Y ciento cincuenta años después, en mitad de un feliz sinfín de celebraciones mundiales en su memoria, encontramos que por elegía, al maestro se le rinde tributo con festividades exultantes, con la difusión de su magna obra, con una multitud de interpretaciones de sus trabajos, con el placer que sus creaciones nos causan, logrando que una nueva generación ejerza su derecho a conocer a Rossini.

El registro nos permite conocer su música, y conocerla es  amarla, deleitarnos en la elevada gracia conmovedora de un esplendor anterior que puede revitalizarnos con una fuerza estimulante y fascinante. Reír y cantar al son de la vida transcrita en notas espléndidas, en construcciones que loan nuestra humanidad, que engrandecen nuestras propiedades.

Es pertinente en este punto, por tanto, que  nos preguntemos  quién fue este compositor extraordinario, qué posición demanda en la crónica humana a la luz de su precioso legado, quién fue el hombre. Inesperadamente, la respuesta completa no sólo no es sencilla, sino que debe vencer la tergiversación sistemática que ha experimentado la vida del egregio genio; sin duda la suya es la  biografía que más se ha contaminado con falsedades, manipulaciones deliberadas, medias verdades en el mejor de los casos, un anecdotario apócrifo, y un sinnúmero de incomprensiones, infundios y ficciones sin sentido.

Rossini fue un cúmulo de corpúsculos de creatividad artística mayúscula. Su espíritu sólo podía engendrar gemas artísticas, derramar néctares y ambrosías, y así lo hizo, mas sus acciones nos son ignotas, su figura permanece enigmática, lo que es peor, desdibujada en un forzado boceto tan grotesco como irreal, un bufón cuya despreocupación olímpica  por su entorno raya en el cinismo, el perezoso glotón indolente que hacía música como distracción vespertina.

Una pieza clave en tal distorsión, no obstante, fue el principal promotor de tales conceptos:  ¡Rossini mismo!

El maestro acepta, permite y a menudo participa desde épocas tempranas en la solidificación de una caricatura para diversión de las sociedades que él mantenía así a raya, conservando su personalidad intocada, en el ámbito íntimo. Ahí gozaría de la libertad para enfrentar, para sufrir sus vestiglos, irritantemente reales. La blenorragia, los bárbaros y vanos medios de la facultad médica de entonces para curarla, la depresión, el insomnio, la ansiedad, la obsesión, el nerviosismo, la incapacidad física aquejaron al maestro como terribles dolencias obstinadas por períodos duraderos,  interminables, que lo postraban,  sin que  una inmensa mayoría lo sospechase siquiera.

Particularmente, lo que han dado en denominar la gran renuncia, (esto es, que en la mitad de su vida, el Cisne de Pésaro cesara de componer óperas, que no música) ha desconcertado inimaginablemente a propios y extraños, enturbiando más  el entendimiento de su vida, pues se lo alude como un rasgo más de extravagancia y laxitud mental en lugar de la serie engorrosa de factores que impidieron su  prosecución  como operista.

En todo caso, a lo largo de escasos veinte años, Rossini cimbró el universo musical atronadoramente, deteniendo el reloj de la historia musical, primero; echando a andar el nuevo movimiento, después.

Públicos, músicos, intérpretes, empresarios, escenógrafos se encontraron irremediablemente  subyugados  ante la creciente vorágine de sus composiciones milagrosas cuya magia, conformada de sentimientos, sensaciones, ensoñaciones, pasiones, vigores acrisolados por su infinita capacidad compositiva,  conquista profundamente el ser.

La vitalidad, la facundia  declamatoria de sus melodías, los imbricados diálogos entre palabra y música, la irrefrenable jocundia de tantas de sus obras deslumbran  con fulgor descomunal, reteniendo toda la atención, separando así a Rossini en varios creadores, en uno que engulle al resto.

Es natural. Es comprensible. Se trata de la luz que impide ver la luz. Y, sin embargo, la rica producción rossiniana se extiende  allende su fama general, sus celebérrimos hijos inmortales.

La cantidad de temas, condiciones y épocas que tratan las óperas rossinianas es variadísima, es notable.  En todas ellas, Rossini explora intensamente  el pathos, el ethos, el logos del drama musical que teje con expresividad sin igual, en vehículos de superlativa belleza y elegancia elocuente, elaborando una vívida conciencia específica en cada una, que proyecta su propio  universo en particularísima arquitectura.

La exactitud de la declamación, la abundancia de ideas que bien veía Giuseppe Verdi en El barbero de Sevilla rossiniano son elementos faustos que elevan su factura a niveles insospechados e insuperables, omnipresentes en una pingüe pléyade de tesoros prodigiosos con los que el maestro obsequia al mundo: la perfección del género bufo, como calificara Stendhal  a La italiana en Argel, o ese monumental ensayo de patetismo cómico, según las palabras de Richard  Osborne sobre la gloriosa Cenicienta, el Guillermo Tell, cuyo último acto habría sido compuesto por Dios, de acuerdo con lo dicho por Gaetano Donizetti, entre tantas otras obras maestras erigen a Rossini para su tiempo, en la visión de Richard Wagner, como lo fueron Palestrina, Bach y Mozart para los suyos.

En cuanto a Gioachino, el hombre, esa personalidad de apariencia encantadora, pero introspectivamente compleja y singular, que se ha escapado a la intelección general y a la especializada, se nos presenta un interesante ser humano esencialmente de bien, un varón generoso, cálido, afectuoso, amado y respetado por sus padres, por sus cónyuges, por sus amigos, por sus protegidos, por sus colegas, por sus vecinos, por cuantas personas trataron con él, beneficiándose frecuentemente por ello, que, sin embargo,  se oculta deliberadamente tras el antifaz del conveniente retrato inveterado que hasta ahora empezamos a columbrar una verdadera posibilidad de penetrar. Sea siempre su grácil y majestuosa música la mejor presentación.

Y con el  motivo de este aniversario, podemos unirnos todos en  loores entusiastas y saludar con gratitud genuina y cariño sincero al excelso  autor de páginas que han alegrado inmensamente nuestros días.

¡Viva Rossini! 

Carlos Fuentes y Espinosa Salido