La Metropolitan Opera de Nueva York nos tiene acostumbrados a despliegues escénicos sin precedentes. En 2010, con el estreno de la ópera “The Nose” o “La Nariz” por primera vez en Nueva York, las expectactivas fueron superadas con una propuesta que huía de la profundidad escénica y una simbiosis entre personajes y escena que nos hacía conscientes de dos cosas: la era tecnológica en la que vivimos inmersos y la incapacidad de tantos artistas soviéticos de desarrollar normalmente su obra, destinados a convivir dentro del plano impuesto.
Un por entonces jovencísimo Dmitri Shostakovich escribió esta obra maestra de la atonalidad a finales de los años 20. Por muchos años dormida en el regazo del comunismo y muy pocas veces representada en los escenarios europeos, generó un sinfín de críticas y rechazo en su estreno en Leningrado (hoy San Petersburgo). Nadie es profeta en su tierra, y menos si la censura se expandía por doquier en la extinta Unión Soviética.
William Kentridge es el responsable del éxito suscitado por su propuesta escénica en el estreno de 2010. Estrechamente vinculado al mundo de la escenografía teatral desde hace décadas, su obra se caracteriza por el uso de elementos multimedia con trasfondo social. El artista sudafricano sitúa la acción en los años 30 de la época soviética, entiende a la perfección la continuidad en las líneas musicales de la obra y adereza la partitura con constantes juegos de simbología propagandística y guiños a la época que le tocó vivir al compositor soviético. Formidable la complementariedad entre los personajes reales y las imágenes multimedia, que ayudan a impulsar la idea de continuidad antes mencionada. En ciertos pasajes, no obstante, la constante proyección de vídeos e ideas dispares no ayuda a solidificar los conceptos de represión y censura, que acompañarían a Shostakovich a lo largo de su vida.
La abundancia en juegos rítmicos orquestales necesita de una precisión extrema en la batuta, acertadamente encarnada por Valery Gergiev, un ya habitual en las grandes producciones del repertorio ruso y quien también dirige la nueva propuesta rusa de la Metropolitan Opera esta temporada: “Evgeny Onegin”. Supo ajustar y sacar lo mejor de la sección de percusión, con una excelente interpretación del interludio de la escena 4.
El brasileño Paul Szot ha hecho suyo el personaje que representa, ya que también fue él quien encarnó a Kovalyov en su estreno en 2010. De pronunciación perfecta y excelentes dotes teatrales (reciente “Tony Award” en mano), carece, no obstante, de la oscuridad de timbre requerida en los roles de la ópera rusa y su timbre recuerda más al de los barítonos mozartianos. La ingratitud del rol (todo sea dicho), la escasez de pasajes ariosos y su falta de potencia en pasajes clave, contribuyeron a un no lucimiento excelso de la voz. Por su parte, el ruso Andrey Popov, como el Inspector de Policía, tuvo entre sus manos el papel más arriesgado de la obra. Defendió con nota su intervención vocal, expuesta continuamente a registros extremos. Aún así, se echó en falta un poco más de histrionismo en sus acciones teatrales, que hubiera ayudado a completar la sátira del personaje. Alexander Lewis, como La Nariz, se quedó escaso en el careo con su anterior dueño en la Catedral de Kazán. ¿Realmente tiene ganada su libertad o debería retornar al rostro de Kovalyov?
De un reparto absolutamente coral (se representan casi ochenta roles en escena), destacan Sergey Skorokhodov (sirviente de Kovalyov) y la joven soprano Ying Fang, quien realizaba su debut en la Metropolitan Opera como la hija de la Señora Podtochina. Timbre y afinación muy cuidada, su voz resurge dulce y bien fraseada en uno de los pocos pasajes tonales que nos ofrece Shostakovich. La sección masculina del coro, muy presente durante la obra, supo afrontar con destreza su protagonismo en las escenas corales, con un acertado empaste, especialmente en la cuerda de bajos.
Interesante, como último apunte, la visión crítica de una escenografía que se convierte en un elemento indispensable más. Una escenografía que habla y envía mensajes al público, un escenario restrictivo donde conviven personajes gogolianos, abocados a vivir de este modo, entre un juego extremo de colores, tesituras y atonalidades que conforman, en definitiva, esta obra maestra de Dmitri Shostakovich.
Isabel Negrín López