En los últimos 20 años España se ha dotado de una infraestructura de auditorios y teatros de ópera, de nueva factura o restaurados y rehabilitados que ha sido la admiración y en cierto modo la envidia de muchos países de Europa y América. Es cierto que los auditorios, casi todos de nueva construcción, se levantaron sin tener previsto el contenido y presupuesto para sus programaciones, de forma que algunos han tenido que suplir sus carencias recurriendo a todo tipo de espectáculos para sufragar en lo posible el importante deficit, y evitar el desuso y la ruina. Un ejemplo claro es el Auditorio de Cuenca.
En cuanto a los teatros líricos no ha habido problema de programaciones y llenarlos de contenido apropiado y tiempo. Es más, cada teatro nuevo ha provocado la demanda inusitada de localidades y los espectadores han acudido a llenarlos. Parecía que existía, y existe, un hambre de décadas por el canto. Otra cosa han sido y son las programaciones. No hay que olvidar que casi todos están dirigidos artísticamente por aficionados más o menos enterados, menos que más, de lo que debe ser un teatro de ópera sostenido en su mayor tanto por ciento por organismos públicos, de modo que las ópera elegidas respondían más a sus gustos personales que a la demanda de un público muy principiante en este arte. Con el tiempo algunos de estos “novedosos” directores artísticos se han ido enterando y casi profesionalizando, pero sin olvidar que la experiencia de la mayor parte de ellos venía de la escucha de grabaciones, como así ha ocurrido con los aficionados.
Un problema importante derivado de este desconocimiento se ha producido en la contratación de artistas, tanto cantantes –no olvidemos que el público va a la ópera fundamentalmente a escuchar voces; lo demás es envoltorio, que indudablemente puede llegar a ser muy necesario e importante- como directores de foso, directores de escena, etc. El papanatismo y la paletería se han adueñado de muchas temporadas y títulos en los protagonistas. Parece que lo importante es contratar nombres “famosos” –la mayoría producto del marketing o poder de sus agentes artísticos en connivencia, en muchos casos, con los teatros-, que al público le suenen por la publicidad o las grabaciones. Cuantas veces han decepcionado estas estrellas al escucharlas en un teatro por la diferencia a peor con sus CD.
Se ha olvidado que la cantera de cantantes españoles, sin recurrir a los grandes divos, es inmensa y de una calidad excepcional, pero como afirmó un director artístico de un importante teatro lírico español, “primero que triunfen fuera, y luego ya los contrataremos aquí”. Esta paletería refleja un desconocimiento e incultura de proporciones rayanas en el analfabetismo cultural. Por el contrario, ¡qué orgullo para un gran teatro sería sacar nuevos y grandes cantantes!, y para eso no es necesario un teatro de repertorio, ni grandes presupuestos.
Lo mismo se puede decir de los directores de foso y de escena –estos últimos son los que agotan los presupuestos y encarecen las producciones-.
Estas prácticas, como la de contratar a unos cantantes o directores según la “importancia” de su agente, es uno de los graves males que socavan el futuro de la ópera en España. Los teatros líricos españoles son públicos, sostenidos con dinero público y, por lo tanto, se deben al público tanto de espectadores como de artistas.
Por el contrario tenemos unos teatros en pequeñas capitales que son un ejemplo de programación, contratación y hacer milagros con el escaso presupuesto de que disponen. El secreto está en que se hace la ópera con amor, no como si fueran expedientes o coches y derrochando millones. Sólo hay que leer las programaciones para darse cuenta de estos datos. Alguien tendrá que poner el cascabel al gato porque de lo contrario, lo que bien empezó puede terminar muy mal, es decir, cerrando los espacios líricos que con tanta ilusión y éxito se abrieron.
Francisco García-Rosado