La ópera rosarina

Una visita guiada al teatro El Círculo para recorrer sus galerías, camarines y escenarios y conocer la historia de un recinto de ópera que el gran Caruso igualó por su acústica con grandes coliseos del mundo y por donde pasaron las grandes voces del siglo XX.

En los albores del siglo XX Rosario vivió su propia belle époque de la mano del boom agroexportador, con sus clases altas mirando por supuesto hacia Europa. Como Buenos Aires, Río de Janeiro y Manaos con sus “barones del caucho”, Rosario erigió su propio templo lírico en el corazón del “granero del mundo”, donde aún hoy se ven los bustos centenarios de semidioses de la ópera como Verdi y Beethoven.

La historia del teatro tuvo vaivenes desde el origen. En 1888, la Sociedad Anónima Teatro La Opera llamó a concurso para la construcción de un gran teatro lírico y resultó ganadora la dupla Cremona y Contri: los trabajos comenzaron, pero fueron interrumpidos por problemas económicos cuando la obra iba recién por su primer piso. En 1889, el empresario Emilio O. Schiffner compró la sociedad y contrató a un ingeniero alemán llamado George Goldammer, experto en acústica. Así se terminó el edificio, con curiosidades como un gran telón pintado con imágenes de los dioses del Olimpo que no se enrolla ni se abre, sino que se eleva completo con sus 12 metros hasta los 24 metros de altura. El telón fue pintado por Giuseppe Carmignani, el mismo artista italiano que hizo los frescos de la cúpula. Hace unos años se descubrió que ese telón es idéntico en sus motivos al del Teatro Regio de Parma, salvo por los colores.

El Teatro de la Opera fue inaugurado a toda pompa el 4 de junio de 1904 con una puesta de Otelo, de Giuseppe Verdi, comenzando así su época de oro con la visita de algunas de las más grandes compañías europeas que hacían el circuito Nueva York, Manaos, Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires y Rosario.

 

LOS AÑOS DORADOS El gran tenor Enrico Caruso fue la mayor estrella que cantó en la historia del teatro. Fue en 1915, y escribió en una nota de agradecimiento a la dirección de El Círculo que su acústica no tenía nada que envidiar a la de otros coliseos del mundo, como el Metropolitan Opera House de Nueva York. Caruso hizo dos presentaciones y fue tanto el interés que, según ciertos investigadores, se llegó a alquilar por turnos un agujero del decorado para verlo cantar. El 9 de julio se presentó con la ópera Manon Lescaut, de Giacomo Puccini, y el 22 de julio con I Pagliacci, de Ru-ggero Leoncavallo.

La visita de la diva y soprano italiana Luisa Tetrazzini fue tan popular que su carruaje fue llevado a pulso por una fervorosa multitud desde el hotel hasta la Estación Rosario Central. Camille Saint-Saëns dirigió en persona en el teatro su opera Sansón y Dalila, y Pietro Mascagni hizo lo mismo con su Isabeau. También se presentaron incontables zarzuelas y operetas cómicas y dramáticas. Richard Strauss dirigió obras suyas y el barítono Titta Ruffo cantó en una ópera.

Décadas más tarde se presentarían Arthur Rubinstein interpretando a Chopin, Andrés Segovia con su guitarra y el célebre Igor Stravinsky dirigiendo obras suyas. Entre los grandes pianistas estuvieron también Friedrich Gulda, Ralph Votapek, Martha Argerich y Bruno Gelber, además de los violinistas Zino Francescutti, Jacques Thibaud y Yehudi Menuhin.

Entre las orquestas que reverberaron dentro de la “herradura” del teatro estuvieron I Musici, los conjuntos de Cámara de Munich y Estocolmo, los Solistas de Zagreb, la New Philharmonic Orchestra de Londres, las filarmónicas de Berlín y Moscú, la National Symphony de Washington bajo la batuta de Mstislav Rostropovich, la Orchestra Sinfonica Nazionale de la RAI y la Sinfónica de Milán.

La decadencia del modelo agroexportador tuvo su correlato en el mundo de la ópera en Rosario y su teatro, que dejó de ser rentable. El boom de las salas de cine hizo lo suyo y el teatro fue abandonado. Su dueño murió, nadie quiso comprar al gigante dormido y la esposa puso un cartel de “demolición” que encendió las alarmas entre los fanáticos de la ópera. A último momento, en 1943, la Asociación Cultural El Círculo recaudó fondos y adquirió el teatro para administrarlo hasta hoy. Sus socios pudieron darse el gusto, así, de elegir las obras a título personal.

RENACE COMO FéNIX Para el centenario del teatro, en 2004, se hizo una restauración, coincidiendo con el III Congreso Internacional de la Lengua Española, cuyas ceremonias se efectuaron allí. Incluso el entorno urbano se readaptó a la usanza de comienzos del siglo XX, con el adoquinado en las calles adyacentes, la instalación de farolas antiguas y el retoque de las fachadas lindantes.

Durante la visita guiada que se hace en el teatro, una guía muy versada en su historia lleva a los visitantes por sus salas, recovecos, camarines y escenarios. Y cuenta que la fachada principal es una ecléctica mezcla de barroco y clasicismo, con ménsulas y cornisas de gran valor arquitectónico. El ingreso por la calle Laprida tiene columnas corintias apareadas que sostienen el pórtico. En el interior sobresalen los barroquismos de yesería realizados por artistas italianos, un piso con mosaiquitos venecianos, escaleras de mármol de Carrara y escaleras con barandas doradas que comienzan en cabezas de dragón.

En el cielorraso de la cúpula están pintados, entre musas aladas y liras, el Olimpo de los grandes compositores de óperas entrelazados con guirnaldas: Verdi, Wagner, Mozart, Donizetti, Meyerbeer, Bellini, Gounod y Rossini.

La visita sigue por el foyer del teatro, la sala de espera, hoy una sala de conciertos de cámara con piso de madera de Eslavonia y puertas con biselado inglés. Allí hay un hermoso piano Steinway firmado en su interior por grandes intérpretes que lo ejecutaron, entre ellos Friedrich Gulda. Las paredes del foyer tienen columnas corintias y pilastras con arcos de medio punto. En el cielorraso hay frescos de Salvador Zaino, pintor italiano formado en la Academia de Bellas Artes de Génova, quien se instaló en Rosario a fines del siglo XIX. Allí se representa un mundo poblado de ninfas y figuras mitológicas sobre un espacio infinito. Además hay espejos enfrentados que aumentan la espacialidad y luminarias como una gran araña central. La visita termina en el subsuelo –con algo de catacumba–, donde está el Museo de Arte Sacro Eduardo Barnes. Durante más de un siglo este subsuelo fue la caldera del teatro, que estaba llena de hollín cuando se le ofreció décadas atrás a Barnes para que guardara su voluminosa obra. A su muerte, la esposa donó las obras para hacer el museo. Este artista plástico rosarino nacido en 1901 fue un escultor muy prolífico, que centró casi toda su obra en motivos litúrgicos. En el museo hay más de un centenar de estatuas y bajorrelieves de yeso, piedra y bronce. Una obra famosa expuesta aquí es un vía crucis con quince relieves circulares.