Desde el ángulo que se lo mire, abordar en formato operístico un tema tan delicado como el Holocausto requiere agallas. Es el caso del valiente Mieczyslaw Weinberg (1919-1996) donde también funciona como catarsis y expiación. Nacido en Polonia, el joven compositor escapó a pie de la invasión alemana a la entonces Unión Soviética donde vivió hasta su muerte sin ver el demorado estreno (por presiones políticas) de la primera de sus siete óperas: La Pasajera, ocurrido en versión de concierto en Moscú (2006) y en la escena de Bregenz en el 2010. Sus padres y hermana fueron asesinados por los nazis y la semi autobiográfica historia de Zofia Posmysz fue el vehículo indicado volcar su experiencia en una partitura “escrita con la sangre del corazón” según su amigo y admirador Dmitri Shostakovich.
A partir del pesadillesco recuerdo de una voz – la de su guardiana en Auschwitz que creyó volver a escuchar en París una década después de la liberación – Zofía Posmysz traza un encuentro entre Liese, la flamante esposa del cónsul alemán, ambos en un transatlántico rumbo al Brasil a fines de los años 50 y una extraña pasajera que no es otra que Marta, su prisionera objeto de odio-amor cuando era feroz vigilante en ese campo de exterminio. Liese se verá obligada a confrontar su pasado, examinar su “benevolencia” hacia una víctima que manipuló no sin cierta fascinación erótica enmascarada en admiración ante su inclaudicable dignidad.
Primero radionovela, luego libro, después película que Andrzej Munk dejó inconclusa en 1961 al morir en un accidente de tránsito (y que Witold Lesiewicz completó como pudo en 1963), en 1967-68 La pasajera tomó forma de ópera con libreto de Alexander Medyedev. Vale destacar la amplia, integradora y respetuosa visión de Medyedev al mostrar al judío (el compositor Weinberg), al católico (la autora Posmysz) y un espectro integrado por jóvenes, viejos, rusos, checos, franceses y polacos, inmersos en esta diabólica máquina exterminadora.
A medio siglo de su composición, el reto continúa siendo tan monumental como entonces y los resultados musicales si por momentos desparejos dejan un impacto significativo en el espectador. La música de Weinberg es música de su tiempo –a la sombra de Shostakovich se erige como una de las figuras sobresalientes de la música soviética – sirviéndose de un cóctel ecléctico donde hay ecos de Janacek, Weill, Bartok e incluso el Britten del contemporáneo Requiem de Guerra conjuran un poderoso alegato contra el autoritarismo y sus secuaces, burócratas de la muerte. Atrapados en esta tela araña, víctimas y victimarios son pasajeros de una pesadilla.
Musicalmente, los tramos mas logrados son los más intimos, los dúos y las canciones que evocan la madre patria o el hogar, con mínimo acompañamiento orquestal, así como el comentario del coro a modo de tragedia griega; mas previsibles resultan los abrasivos momentos de disonantes vientos y percusión, y las escenas de la barraca donde menos pudo haber sido más en términos de duración. El climax llega en el segundo acto cuando el violinista Tadeusz debe tocar ante las autoridades nazis el vals favorito del comandante (una suerte de enloquecido Ach du lieber Augustin perversamente trastocado) y en vez ataca la sublime Chacona de Bach. Desafiar a “la banalidad del mal” con la esencia de la música alemana y universal, le vale la muerte. En ese mundo bestial, la verdad despierta aún mas ira.
La puesta en escena de David Pountney con la extraordinaria escenografía de Johan Engels es la principal responsable del éxito de La pasajera. El regisseur británico no recurre a efectos baratos sino que va al grano. Destaca sus virtudes y apuntala sus debilidades, es un referente tan notable que se hace difícil imaginar una mejor. En este sentido, Puntney redime los posibles reparos a la dupla Weinberg-Medyedev, en instancias tan inmersa en plasmar su dolor que pierde el distanciamiento necesario para hacer del producto uno mas conciso y efectivo.
Dividida en dos planos, presente (1959) y pasado (1945) el superior muestra la luminosa cubierta del paquebote, el inferior la dantesca representación del campo con barracas, vagones, vías y hornos crematorios incluídos. El único nexo simbólico es la chimenea. El contraste luz y sombra propone un admirable juego escénico donde emergen los espectros de un pasado demasiado cercano para Liese que han sido detonados por un encuentro predestinado llamado Marta.
Un elenco sin fisuras es otro puntal de la versión, en especial Adrienn Miksch como Marta, aportando una pureza vocal que contrasta con el horror que la rodea; en sus límpidos ataques, radiante claridad y proyección, encarna la luz de la ópera. La griega Daveda Karanas como Liese convence en un papel ambivalente e ingrato, al mismo alto nivel el tenor David Danholt como su marido, el cónsul Walter. Mención honorífica para la Katya de Anna Gorbachova, a cargo de la canción rusa a capella Tú mi vallecito, y Kathryn Day de rica sonoridad. El renglón masculino sale ganando con el querible Tadeusz de John Moore y un coro magistral preparado por Katherine Kozak que enmarca el drama con la debida solvencia. Steven Mercurio dirige atento y da el respiro necesario en una orquesta que irrumpe para sacudir, espantar, enfatizar o acompañar con dulzura o piedad.
La pasajera es una valiosa adición al repertorio lírico de posguerra y un paso importante para Florida Grand Opera al presentar una puesta en escena de nivel internacional. En el calmo epílogo, el chirriante vals del comandante que martillea implacable en la memoria cede a la elegía de Marta junto al rio (“Si los olvidamos, nos extinguiremos”), mientras Liese la contempla devastada. No hay vencedores ni vencidos, la guerra es la separación de quienes se aman.
De visión obligatoria, La pasajera es una oportunidad para volver a reflexionar sobre un “nunca mas” que garantice humanidad a una especie sometida al constante peligro de autodestrucción; donde el silencio final se impone ominoso a la ovación merecida para su elenco superlativo.
Sebastian Spreng