Una de las ovaciones más clamorosas que uno recuerda en el Auditorio de Castellón fue la que se llevó el maestro Ramón Tebar al frente de la Orquesta de Valencia en su versión de la sinfonía Pastoral de Beethoven el pasado viernes. Más de siete minutos de aplausos encendidos, contrapuntados con no pocos bravos y cinco salidas a escena, con el remate de que los músicos de la orquesta rehusaron hacer uso de su derecho a recibir los aplausos, cuando el maestro les impelió a levantarse, decidiendo permanecer sentados y aplaudiendo, asimismo, al director desde sus asientos.
Para quien esto escribe la sexta sinfonía del genial sordo de Bonn, es una de las más difíciles, interpretativamente hablando, si no la que más de las nueve escritas. Conceptualmente es peliagudo conjugar dos de los idearios con los que el autor conceptuó su obra. Por una parte, en su visita en 1823 a Heiligenstadt con Anton Schindler, Beethoven dijo: «Fue aquí donde escribí el movimiento por el arroyo y desde allá arriba, las oropéndolas, las codornices, las alondras y cucús compusieron junto a mí». Por otra, en muchas ocasiones reiteró que la obra no era programática, argumentando que era más una expresión de sentimientos que la pintura de un ambiente. Pues bien el director valenciano supo manifestar esa difícil concordancia que conjugase ambos extremos. La Pastoral es una manifestación de la vida de la naturaleza, una humanización de su ser ambiental, una percepción poética de sensaciones y vivencias. Con ese criterio, según la opinión del autor de esta reseña, planteó la batuta la interpretación. Pocas veces oímos una traducción más diáfana, más transparente, más viva, más sentida y expresiva, más distinta de las versiones convencionales (algunas muy significativas, para qué negarlo), más reveladora de entornos y evocaciones. La orquesta entendió muy bien los postulados de Tebar y ofreció una lectura radiante, de enorme calidad interpretativa, con una precisa diferenciación de planos sonoros y al tiempo con un entorno tan territorial como atmosférico.
En el primer tiempo predominó la placidez contemplativa de ensoñado idilio identificado en cada grupo del colectivo orquestal, singularmente en los primeros violines que siguieron a una eficaz e inspirada Anabel García. En el segundo tiempo dejó imaginar a los solistas manteniendo la batuta el pulso, singularmente en el valseado que refiere el dúo de trompas, que asimismo tuvieron un gran protagonismo en el tercer tiempo, junto con el idílico oboe y la plasticidad del fagot. A destacar la vivacidad báquica luego recurrente casi a un ritmo de zarda-lander (inédito para este comentarista) hasta el tenutto del trompeta. Inquieta la fuga de los arcos que precede a la tempestad, en la que las arrebatadas onomatopeyas del temporal se hicieron arrebatada música.
El discurrir calmo del afluente de los cellos significó el inicio del cuarto tiempo, estableciendo a renglón seguido un arquetipo de fertilidad, que el maestro enfundado en su frac bailó a ritmo de lander con elegante cadencia. La sugestión del contrastado matiz, encarnó los postreros compases, que finalizaron dos significativos acordes en FaM, como dos vueltas de llave que cerraron el cofre anímico de las vivencias sensoriales de la naturaleza.
Sugestiva, en su diversidad romántica, fue la obertura de Louise Farrenc, pasando de la determinación animosa a los fraseos cantábiles de signo operístico como el sugerente solo de oboe.
Muy importante asimismo fue el segundo concierto para violín de Prokófiev que contó con Vadim Repin un solista de excepción que conocía admirablemente la obra, como lo prueba una ya histórica grabación de 1996. Ya desde la exposición del plácido tema que abre el primer movimiento y la determinación del enervado pasaje subsiguiente con el contrapunto de los arcos, entendimos que la versión iba a ser importante. El ensoñado segundo motivo sedujo y predispuso a percibir el vigor que embriagaba el arco de Repin, determinando la realidad de la contraposición de la vitalidad y la melancolía, determinantes del primer tiempo. La exquisitez marcó el relato del onírico tema del segundo tiempo de estimulantes armonías, metros cambiantes y sorprendentes intervalos con un fraseo del solista en la parte aguda del mástil sobre los pizzicatos de violas y cellos. La batuta puso a la orquesta a los pies del violinista de Novosibirsk en un diálogo vivaz con trompas y maderas en las variaciones sobre el tema inicial. En el tercer tiempo cingaresco e hispano a un tiempo el Stradivarius Rode mandó con su pasión rítmica.
Los fuertes aplausos, muy reiterados, fueron en busca de la propina que lograron en una interpretación de «El carnaval de Venecia» de paganini. Repin solicitó a las cuerdas, sin partitura, un LaM a tiempo ternario llevado a uno sobre el que desgranó las sugestivas filigranas de diverso y contrastado virtuosismo que aun encendió más las aclamaciones del respetable.
Antonio Gascó