El director Graham Vieck desnaturaliza el propósito del libreto
Asistí el pasado domingo a la representación de la ópera «La flauta mágica» de Mozart en el Palau de les Arts de Valencia y la verdad es que salí casi, irritado por la producción escénica. El director teatral Graham Vick, es conocido por sus versiones revisionistas de obras clásicas, pero creo, honestamente, que en esta ocasión, apretó demasiado la tuerca y se pasó de rosca. Nada más entrar en el patio de butacas, un mogollón de pancartas reivindicativas colgaban de los palcos a modo de la más encendida manifestación urbana. Luego en el escenario, en el que comparecían figurantes de la calle en el afán (¿) de vincular más a la gente a la ópera, tres decoraciones con referencias a la las grandes omnipotencias del presente: la iglesia, el gran capital y la informática, a las que el director identificaba con el círculo de iluminados «hijos de la Viuda», frente al amotinado pueblo. «La fauta mágica» es una obra de exaltación masónica y Mozart y Schikaneder, el autor de la letra, pertenecían a esa hermandad. No negaré que en el texto aparece alguna declaración evidentemente machista,(muy de época) pero significo que el mensaje argumental no es otro que el de alcanzar una sociedad íntegra por la excelencia del amor, el esfuerzo, la virtud y el conocimiento, principios cardinales de la masonería. No olvidemos que ésta nunca fue contra el pueblo, antes bien, abogó por devolverle la dignidad; y ahí están en el siglo XVIII (época en que se estrena la obra) sus dos acciones más significativas: la Revolución Francesa y la Independencia de los EEUU con su muy social constitución de 1787. Siempre he pensado que Mozart hizo de quintacolumnista en el reinado de José II, con ese «singspiel». Ese espíritu no se vio por parte alguna. Vamos: menos desvaríos, más leer y más estudiar historia. Honestamente la puesta en escena me pareció equivocada, hundiendo el objetivo intencional del libro, que podía haberse expuesto, desde la actualización contemporánea, con otros muchos recursos. Aunque el abucheo del público contra Vick no fue (según me cuentan) como el de la noche del estreno, si fue muy significativo.
En cuanto a las voces todas anduvieron dentro de una significativa corrección, por más que algunos de los protagonistas ofrecieron mayor nivel que sus restantes colegas. En primer lugar señalamos la Pamina de Mariangela Sicilia, que cantó luciendo una voz (no grade desde luego) de destello cristalino con tanta sugestiva delicadeza, y haciendo uso de tan exquisitos pianos y smorzature que nos hizo olvidar el cursi atuendo kitsch de Pepona con que la habían vestido. Alkgo similar sucedió con el tenor Dmitry Korchak de voz noble y emisión cuidada y elegante, al que le hizo flaco servicio el chandall hortera con la visera al revés a lo Justin Bieber. La reina de la noche de Tetiana Zhuravel pudo con sus dos endiabladas arias, que requieren una coloratura excepcional, para llegar al inverosímil Fa del cuarto espacio adicional en clave de sol. El «pero» esté en su falta de tensión e intensidad expresiva en el personaje, en particular en sus dos arias muy vehementes que requieren, singularmente la segunda, colérica ira y fiereza. Su versión estaba muy lejana de las históricas Pop, Moser, Gruberova las actuales Damrau o Dessay. El Sarastro de Wilhelm Schwinghammer tuvo carácter, dignidad y apostura, pero faltó esa voz cavernaria que ha de taladrar las tablas de la escena, haciéndose abisal. Papageno encarnado por Mark Stone, interpretó con soltura e intención jocosa y fue encomiable como actor, dándole ese punto de comicidad juglaresca que requiere el personaje, a su lado estuvo a la altura la Papagena de Júlia Farrés-Llongueras que mereció plácemes pese a su breve papel. Dignos Dejan Vatchkov en el orador y Moisés Marín en el complejo e ingrato papel de Monostratos, al que dio el oportuno carácter pernicioso sin caer en el habitual esperpento.
La orquesta quedó muy sepultada por la pasarela a lo Chicas de Colsada que adelantaba el escenario y encima tuvo al frente a Lothar Koenings, una batuta que sin dejar de ser adecuada estuvo más por los tiempos tediosos que por la expresión. El conjunto instrumental, no obstante sonó con el preciosismo y gentileza habituales y con la estirpe distinguida que requiere la música del salzburgués. El coro, como siempre, excepcional en una actuación dichosa rica en contrastes, matices e propensión expresiva, asumiendo además —qué iban a hacer— sobre las tablas los despropósitos de la dirección escénica.
Antonio Gascó