Un bar atestado de gente de lo más variopinta. En la mesa más a la derecha destacan las viseras y gorros de pescador de un grupo de turistas asiáticos. Al fondo, en una mesa larga, se celebra un cumpleaños. Hay gente que lee, que escribe, que conversa. De repente, un hombre exclama desde una de las mesas centrales: “Quelle est la difference entre une femme et un miroir? Au moins le miroir il réflechie!”.
Este chiste machista sobre la capacidad de reflexión femenina da paso a la frenética obertura de Das Liebesverbot, o La prohibición de amar, según la puesta en escena que Mariame Clément estrenó el pasado 8 de mayo en la sede de Estrasburgo de la Ópera Nacional del Rin.
Wagner estrenó esta ópera en Magdeburgo, donde ejercía de director musical. Su estreno fue un fracaso y nunca más fue representada en vida del autor. Sin embargo, esta ópera parece haber recobrado su espacio en la escena a partir de 2013, a raíz del 200 aniversario del nacimiento del compositor y tras un historial de representaciones más bien escaso. Con un libreto basado en la comedia Medida por medida, de Shakespeare, este 2016 de doble cuatricentenario parece que ni pintado para reivindicar esta ópera, también representada en el Teatro Real de Madrid hace unos meses.
Su accesibilidad a nivel musical y divertido argumento lleno de equívocos la convierten en una buena introducción para neófitos. Además, el tema principal, la represión de la sexualidad, permite jugar fácilmente con la puesta en escena (véase la omnipresente máquina de preservativos) para arrancar algunas sonrisas y carcajadas extras a los espectadores más allá del libreto.
La historia se desarrolla en Palermo durante el siglo XVI. El gobernador Friedrich aprovecha la ausencia del rey para ejecutar una limpieza moral de la ciudad, imponiendo la pena de muerte a todos aquellos que lleven a cabo prácticas licenciosas. Entre los condenados se encuentra Claudio, que decide recurrir a su hermana Isabella, novicia en un convento, para que interceda por él ante el gobernador. Cuando Isabella, puesta en aviso por Lucio, amigo de Claudio, se encuentra a solas con el gobernador, éste cae presa del mismo sentimiento que pretendía prohibir, declarándose enamorado de ella. Isabella intentará aprovechar esto para salvar a su hermano, dejar en evidencia la hipocresía de Friedrich y, además, restaurar la honra de Marianna, compañera de convento y esposa repudiada por el gobernador. A partir de aquí, la trama está plagada de equívocos y mascaradas, con clara influencia de la ópera italiana y de Mozart.
La protagonista de la historia es sin duda Isabella que, representa la dignidad femenina en un mundo dominado por los hombres. Clément enfatiza el carácter reivindicativo de este personaje, interpretado por Marion Amman, con elementos de la puesta en escena, como el homenaje a las activitas de Femen al final de la obra. Es sobrecogedora su interpretación a dúo con Agnieszka Slawinska, que interpreta a Marianna, cuando ambas amigas intercambian sus confidencias.
Se presenta a las mujeres como elemento central, tomando conciencia de su condición y luchando contra la opresión, representada no sólo por la prohibición de amar sino también por el noviciado, ejercido sin convicción y como acto de despecho hacia el mundo. El que las novicias del libreto original aquí sean camareras, cuyos delantales blancos sustituyen a las tocas monjiles, no hace sino resaltar la intemporalidad de los temas principales y la capacidad simbólica del monacato como trasunto de otras constricciones. Sin embargo, el que todas las mujeres de la obra vean sus destinos ligados al de un hombre antes de la caída del telón, evidencia el que para Wagner y sus coétaneos la emancipación no iba más allá de lo que durase la comedia.
El pueblo de Palermo, alegre y festivo, se presenta también como un personaje más, siempre dispuesto a acudir al menor aviso de Isabella. La fiesta de carnaval, que se desarrolla en el segundo acto, sirve a Clément de excusa para homenajear al resto de obras de Wagner, llenando la escena de disfraces de valkirias y otros dioses nórdicos, hadas y enanos nibelungos.
En cuanto a los “malos”, no deja de llamar la atención el carácter marcadamente germánico de los que imponen la prohibición. Al nombre del gobernador, marcadamente alemán, se suman aquí los atuendos típicos de Bavaria de sus secuaces, cuya violenta entrada en escena trae a la mente la imagen de otros inquisidores asaltando los cabarets de Berlín allá por los años treinta.
A pesar de que La prohibición de amar está aún lejos de las obras maestras de Wagner, esta obra ha sido injustamente condenada al olvido durante mucho tiempo. Bravo por aquellas entidades como la Ópera Nacional del Rin, que deciden recuperar una obra fresca y divertida capaz de conectar con un público amplio. Porque cualquier defecto se olvida cuando sales del teatro con una sonrisa, ¿no?
Julio Navarro