Por Germán García Tomás
Teatro Real, 15 de julio de 2020. La tuberculosis fue una de las enfermedades más extendidas y mortíferas en la época romántica. Su alta transmisión a través del aire por medio de la tos y el estornudo favoreció el contagio masivo y provocó la muerte de millones de personas, muchas de ellas jóvenes, durante la Revolución Industrial, por las pésimas condiciones higiénicas existentes en las fábricas. Pero esta enfermedad respiratoria no era exclusiva del proletariado, sino que también afectaba a la alta burguesía y a las clases más acomodadas, como Alejandro Dumas (hijo) vino a retratar a mediados del siglo XIX en su exitosa novela La dama de las camelias, donde la vida social de una cortesana parisina se va extinguiendo inexorablemente por la popular tisis. Margarita Gautier, fiel reflejo de la Marie Duplessis de la vida real, ve su materialización operística en la Violetta Valéry de Giuseppe Verdi, heroína de la ópera La traviata con la que el Teatro Real ha reabierto sus puertas tras casi cuatro meses cerrado e inactivo por la pandemia del coronavirus que obligó a detener el frágil equilibrio de nuestras vidas, como el de la propia Violeta, también la del mundo de la cultura, que entra, como todos los sectores económicos, en una crisis de la que no aún no podemos prever las consecuencias.
Era necesaria por tanto esta firme apuesta libre de temores y reservas ante un virus que nos obliga irremediablemente a convivir con él. En esta época de tantas incertidumbres y en la que nos replanteamos el sentido de la existencia ante la fragilidad de la vida y la escasez de seguridades (como la locución grabada del periodista Iñaki Gabilondo nos recuerda antes de comenzar), el coliseo lírico madrileño no podía haber elegido mejor opción para volver a la llamada “nueva normalidad” que con este título que por su mismo trasfondo social tanto interpela a este mundo actual azotado por un virus que ha segado la vida de muchas personas a las que, como la protagonista de la ópera verdiana, aún les quedaban muchos capítulos y proyectos vitales por llenar. Porque, en un auténtico ejercicio de valentía y compromiso con la cultura con letras grandes, en estos tiempos de pandemia global el Teatro Real ha creado un hito y se ha convertido en el primer teatro de ópera del mundo en ofrecer en versión semiescenificada uno de los títulos más taquilleros del repertorio que ha vuelto a suscitar la emoción por la lírica en vivo. Lo ha hecho realizando todo un despliegue de seguridad, siguiendo escrupulosa y estrictamente todas las medidas sanitarias, con los elementos que rigen ya nuestra vida social: profusión de geles hidroalcohólicos, toma de temperatura a la entrada del teatro y obligatoriedad en todo momento del uso de mascarilla, amén de una precisa coordinación en cada mínimo movimiento del público a la hora de acceder a las salas.
No era sencillo volver a reunirnos en un teatro cerrado para brindar por la lírica. Es más, era más bien arriesgado. La nueva situación ha obligado a reconvertir la puesta en escena que iba a tener inicialmente esta Traviata a una versión teatral más modesta, pero eficiente y exquisita, de Leo Castaldi, que ha reducido a los elementos mínimos de atrezzo entre sofás, mesas, sillas y la obligada cama inmaculadamente blanca del tercer acto donde agoniza Violetta. Y con una distribución de los miembros del Coro Titular del Teatro Real que se amolda a la distancia mínima de seguridad en el escenario, situados en cada uno de los cuadriláteros dibujados en el suelo, y cuya implicación y empaste son máximos durante toda la función. También los cantantes se mantienen aislados cada uno en su respectivo mundo psicológico. Violetta y Alfredo nunca llegan a tocarse por más que intentan y desean hacerlo, lo que acrecienta aún más la tensión y el dramatismo de la unión imposible entre ambos amantes. La oscura y leve iluminación de Carlos Torrijos potencia asimismo el carácter de encierro y enclaustramiento de los protagonistas, y que Francesco Izzo destaca acertadamente en las notas al programa. A nivel musical, todo tiene fácil trabazón y cercanía emocional desde un foso ampliado gracias a la batuta del principal director invitado del teatro, Nicola Luisotti, que, protegido por una pantalla de metacrilato, vuelve a ser uno de los más queridos por el público en repertorio italiano, tras sus visitas en Aida, Turandot y Don Carlo. Su identificación con esta música es palpable desde el preludio inicial, al que reviste de una transparencia impoluta, más aún si cabe en esas cuerdas quejumbrosas del tercer acto, y es capaz de concertar y acompañar las voces sin obstruir más que para acentuar los matices dramáticos de la sobresaliente partitura, si bien en ocasiones se deja llevar por cierta premura en los tempi, como en la escena de la partida de cartas, que se vio un tanto deslucida en escena por las obligadas distancias físicas.
Casi a función por día, el Real despide esta temporada lastrada por el coronavirus con un reparto donde se han congregado hasta cinco Violettas, siendo Marina Rebeka la soprano que encabeza el primer reparto. La letona posee sobrados medios vocales y confiere una gran consistencia dramática al personaje, reservando sus mejores momentos para los dos últimos actos, en especial en su dúo junto al padre de Alfredo y la escena final. Aun así, también se mueve cómoda en las agilidades del primero, donde destina un explosivo “Sempre libera” que muestra sus amplios agudos, optando por no ascender al sobreagudo final no escrito en la partitura, que es precedido por el aria “Ah, fors’è lui” sin repetición, como tampoco la hubo en “Addio del passato” del tercer acto.
Su compañero de reparto, el estadounidense de ascendencia italiana Michael Fabiano posee grandes dotes de actor y un modo de cantar que en un primer momento parece atractivo, pero cuyos defectos van asomando según avanza la representación, como el falsete del que abusa bastante. Frasea con ese énfasis de los tenores italianos del pasado pero en ocasiones lo descuida, y su ascenso a la zona aguda es muy forzado, como evidenció la exigente cabaletta del segundo acto, “O mio rimorso”, que volvió a ofrecerse sin repetición. A mayor nivel se sitúa el Giorgio Germont del barítono polaco Artur Ruciński (visto en este escenario en Lucia e Il trovatore), un gran cantante que imprimió autoridad vocal por medio de su grato registro central y pulcra línea de canto, sabiendo aprovechar cada detalle expresivo en su dúo con Violetta y brindando un irreprochable “Di Provenza il mar”, que supo obsequiar bien el público al final de la representación. Magnífico nivel general el del resto del reparto, con gran y afortunada presencia española, como la de Sandra Ferrández en Flora, Marifé Nogales en Annina o Stefano Palatchi como el doctor Grenvil. Todos ellos, bajo la valiente iniciativa del Teatro Real, han conseguido volver a ilusionarnos con la más pura emotividad que despierta la ópera dentro de los muros de un teatro, aunque de momento tenga que ser provistos de una mascarilla.