Esta producción de La traviata será probablemente recordada como “la de Valentino”, en referencia al famoso modisto que firma el diseño de vestuario, mientras que del nombre de su directora escénica, la cineasta Sofia Coppola, pocos se acordarán. Y es que su dirección de actores fue tan convencional como previsible. Si, además, el fastuoso vestuario y la fabulosa escenografía (Nathan Crowley) se imponen sobre lo puramente teatral, el equilibrio del espectáculo queda en entredicho. En breve, una propuesta que defiende el envoltorio sobre el contenido, bellísima a la vista y distante con la acción dramática. Ni la cuidada iluminación (Venicio Cheli) logró escapar del peso de los dos factores mencionados. Basta señalar que una escalera cuya finalidad es mostrar la cola del vestido de Violetta, o la enorme escala de la habitación en la que muere la protagonista y que Annina debe pasear (aquí correr) para conseguir hacer lo que está escrito y medido en partitura, evidencia que el concepto principal de la propuesta ha sido epatar al espectador. Otro detalle a tener en cuenta es la duración del espectáculo. Si de música hay dos horas y quince minutos y, por un pésimo sentido del ritmo dramático, se alarga en una hora más por las tres pausas incluídas; es que algo no está funcionando bien en la manera de narrar el hecho teatral.
El reparto vocal de esta noche estuvo comandado por la soprano Tina Gorina, inició fría, a trompicones. A partir del segundo acto logró exhibir maneras de cantante bregada en muchas batallas y ofreció una Violetta completa. Su timbre, sin ser especialmente bello, convence por la sinceridad con la que se ofrece al oyente. El tenor italiano fue un Alfredo de voz estrangulada y aburrido fraseo. Le faltó incisividad y en general fue el más flojo de los tres protagonistas. La aportación del barítono Luis Cansino fue tan notable que el segundo acto, una delicia musical de menor interés visual al espectador que busca glamour, fue lo mejor de la velada. Tiene bien estudiado al personaje y su instrumento canoro es robusto, dúctil y un notable fiato, que le permite transmitir con efectividad lo que el viejo Germont nos canta. Los seis personajes secundarios fueron bien defendidos por los jóvenes cantantes del Centro de Perfeccionamiento Plácido Domingo, destacando de manera positiva la mezzosoprano Anna Bychkova (Flora Bervoix), el tenor Moisés Marín (Gastone) y el bajo Alejandro López (Dr. Grenvil). Magníficos los conjuntos estables (coro y orquesta) del Palau de les Arts. La dirección musical de Ramón Tebar mostró nervio y buen pulso, con momentos muy bien pulidos, como el concertante del final de segundo acto, y otros de trazo grueso (la escena y aria de la carta que abre el acto final) hasta llegar a tapar a los cantantes por un exceso de volumen en la orquesta. Aplaudo que el Palau de les Arts en su corta historia lírica ya haya ofrecido dos versiones, contrapuestas, de esta ópera. A finales de 2013 fue la visión conceptual de Willy Decker, con tanto éxito de público como la que aquí nos ha ocupado.
Federico Figueroa