Seguramente les suene la célebre cita de Bernard Shaw: “Una ópera es cuando un tenor quiere hacer el amor con una soprano, pero un barítono se lo impide”. Pero, como ya saben, una ópera puede ser además la historia de un hombre que hace pasar por muerto a su hermano para quedarse con la herencia; o la de una mujer que rapta a un bebé y, en el momento de deshacerse de él, lanza por error a la hoguera a su propio hijo; o la de un deforme que cuida a una joven que no es su hija sólo porque esta paternidad putativa es lo único que lo ayuda a sentirse humano, ya que el resto del tiempo lo dedica a burlarse inmisericordemente de los maridos de aquellas mujeres a las que se beneficia su señor. Por no hablar de la historia de un sanguinario monarca que no tiene reparo alguno en casarse con la enamorada de su hijo, o de una pareja de aristócratas cuyo único objetivo consiste en alcanzar el trono, aunque para ello tengan que desangrar el país entero. Esto es Shakespeare, es Victor Hugo, es Schiller y es García Gutiérrez, pero también es Verdi en estado puro: un verdadero dramaturgo musical capaz de combinar la tradición belcantista italiana con la magnificencia de la Grand Opéra francesa, así como el ímpetu y atrevimiento del primer romanticismo alemán con valses, polonesas, boleros, cuadrillas, galopes y hasta ritmos militares, para que con todo ello -y he aquí su genio- las miserias del hombre queden desenmascaradas allí donde mejor pueden ser observadas por cualquier espectador: en las relaciones familiares. Ante tales argumentos, podrán entender que el alivio gonadal del tenor de turno en el chiste de Shaw no pasa de ser un mero “macguffin”.
Creo importante insistir en la faceta del Verdi dramaturgo, pues no se trata sólo de un excepcional ilustrador musical, de un compositor capaz de desarrollar melodías que han sobrevivido más de ciento sesenta años y que sacan la lágrima cuando toca. Verdi va mucho más allá, pues la música de sus obras contiene un sentido dramático tal que resulta absolutamente imposible sustraerlas del contexto teatral para el que fueron concebidas; con ella está creando al personaje y no sólo adornándolo con notas bien combinadas. No es de extrañar pues que en numerosas ocasiones se quejase a los productores de los teatros de haber elegido a un cantante que ejecutaba su parte con excesiva pulcritud musical en aquellos papeles que no se requería excepcionalidad canora.
Estas funciones en la Royal Opera parecen obviar lo antedicho; concebidas para conseguir un resultado que tiene más que ver con lo que popularmente se considera que es La Traviata que con lo que la obra encierra, se nos ofrece un espectáculo convencional en exceso (la típica ópera en la que Julia Roberts «se mearía en las bragas», con perdón), con dos grandes estrellas que ofrecen buen canto a pesar de que sus voces no sean del todo adecuadas para tales papeles, pero que entusiasman a un público probablemente entregado de antemano. La puesta en escena de Robert Eyre (que es la producción de la casa desde hace veinte años) tampoco suple las carencias musicales: ni la parte visual y estética resulta ya atractiva, ni existe una dirección interpretativa como tal, pues el trabajo escénico parece reducirse al control de tráfico en el escenario y a la reproducción de las marcas y posiciones originales de la puesta en escena, dando libertad a los cantantes para moverse a su antojo.
Muchas, muchísimas son las veladas que Damrau nos ha regalado hasta el día de hoy cantando un repertorio de soprano ligera que, como es natural, habrá de ir abandonando según pasen los años. Probablemente, la transición más adecuada fuera saltar al repertorio de soprano lírico-ligerao o quizás incluso más adelante al de lírica coloratura. Como es bien conocido, Violetta Valéry no es un papel que se adecue a ninguna tipología vocal concreta y podemos encontrar grandes interpretaciones en cantantes muy diferentes: las lírico coloratura brillarán especialmente en escenas como la del final del primer acto, mientras que las lírico-spinto levantarán el vuelo en todo el segundo acto. Sin embargo, Diana Damrau todavía está lejos de ser siquiera lírico coloratura; su tesitura central, aún débil para la orquestación verdiana, no tiene el cuerpo ni el color requerido para el rol. Ya sabemos que no es ni la primera soprano ligera que se anima demasiado pronto a cantar La Traviata, ni tampoco está entre las peores. De hecho, ofreció un notable “Addio del passato”, con detalles que revelan su alta calidad artística, pero no debemos olvidar que el aria viene acompañada fundamentalmente por unas cuerdas que se mueven entre el pianissimo y el mezzopiano y que sólo alcanzan mayor volumen cuando la línea vocal se acerca al registro agudo, como ocurre también con la cavatina “Ah forse lui…” o en la frase que comienza con “Dite alla giovine…”, donde Damrau ofreció más oficio que arte. La cabaletta “Sempre libera”, más adecuada para su todavía ligero instrumento, fue ejecutada con precisión y sin dificultades, exceptuando el Mi bemol opcional que corona el aria cuya emisión estaba al límite, pero desprovista de sentido dramático. En el resto del papel, en cambio, la soprano pasó sin pena ni gloria. Algunos podrán argumentar que al menos canta las arias con cierta prestancia canora: no es poca cosa, desde luego, pero esto no es belcanto. Cada compás de Verdi en este título es una pincelada que da forma dramática al personaje. Si el intérprete no cuenta con el instrumento adecuado para cubrir los muchos colores que requiere la paleta del Maestro de Le Roncole y, como es este caso, se centra fundamentalmente en la puntillosa ejecución de la parte musical, ese personaje quedará desdibujado en un virtuosismo vocal demasiado estéril.
En estas condiciones en la que la protagonista viene interpretada por una voz todavía demasiado ligera, lo común es que se busque un reparto que empaste con la parte principal, para mantener el equilibrio. En ese sentido, la elección del barítono ruso Dmitri Hvorostovsky parece más que adecuada; eso sí, aprovechó la ocasión para interpretarse a sí mismo, como de costumbre, bajo la excusa de Giorgio Germont. Nadie puede negar que estemos ante un muy buen cantante, con un gran dominio del fiato, preciso en la ornamentación, por más que la ejecute a base de golpe de glotis, y con un bello color de voz que tiende a redondear cubriendo demasiado el sonido, lo cual perjudica la emisión. A pesar de esa tendencia a la recreación casi onanística, se le notan las tablas y, de cuando en cuanto, demuestra que sería capaz de ofrecer algo mucho más valioso que “Hvorostovsky virgen extra” y servir a la música que interpreta recreándola con verdadero arte, pero… Dmitri non è l’umile ancella del genio creator. Aún así, el barítono y la soprano son cantantes que, por más que no ofrezcan siempre el 100% de sus posibilidades, están a la altura del escenario de la ROH. Lo que no puede entenderse de ninguna de las maneras es la participación de Francesco Demuro como Alfredo Germont. Ni por voz, ni por técnica, ni por musicalidad parece justificada la contratación de un tenor que debería estar cantando probablemente en teatros de menor categoría.
Con estos mimbres, no sorprenden las decisiones de Dan Ettinger: elección de tempi correcta, pero constantemente atento a contener el volumen para mantener el balance entre el foso y la orquesta, lo cual nunca es sencillo aún con una orquesta tan flexible como la de la ROH, y que aquí consigue. Sin embargo, tanta contención perjudica muy seriamente la salud verdiana de la obra. Sin arrebatado y pasional lirismo, no hay tampoco lirismo introspectivo, ni melancólico, ni lacrimógeno. Sin contrastes, no hay conflictos, ni personajes, ni emociones y todo se queda en una mera historia de amor hueca y sentimentalista de lágrima fácil. ¡Basta ya del Verdi pálido y escuálido que se nos vende aquí y allá! ¡La tuberculosa es Violetta, no la música de Verdi! Ni tampoco el drama que la recorre de cabo a rabo.
Raúl Asenjo
La Traviata, ópera en tres actos
Música de Giuseppe Verdi
Libreto de Francesco Maria Piave, basado en la novela “La dama de las camelias” de Alejandro Dumas hijo.
Director musical: Dan Ettinger
Director de escena: Richard Eyre
Responsable de reposición: Daniel Dooner
Diseños: Bob Crowley
Iluminación: Jean Kalman
Director de movimiento: Jane Gibson
Violetta Valéry: Diana Damrau
Alfredo Germont: Francesco Demuro
Giorgio Germont: Dmitri Hvorostovsky
Flora Bérvoix: Nadezha Karyazina
Doctor Grenvil: Jihoon Kim
Baron Douphol: Michel De Souza
Gastone De Letoriéres: Luis Gomes
Marquis D’Obigny: Jeremy White
Annina: Sarah Pring
Giuseppe: Neil Gillespie
Mensajero: John Bernays
Sirviente: Michael Lessiter
Coro de la Royal Opera House
Director de coro, Renato Balsadonna
Orquesta de la Royal Opera House