Cuando estudiaba en la “T. Rome School of Music” de Washington D.C., coincidí con muchas personas de varios países. Muy pronto comprendí la avidez de todas ellas por conocer la música argentina. Quizás una concepción equivocada, les llevaba a entender lo latinoamericano para ubicarlo solamente dentro de la música popular.
Entre mis colegas había cantantes y músicos. Ellos, en el momento de elegir obras para sus recitales anuales, escogían con frecuencia algunas canciones de Carlos Guastavino. Las conocían bien y no dudaban en acudir a quienes les podíamos dar una mayor información sobre el compositor.
Carlos Guastavino nació en la Argentina, en la ciudad de Santa Fe, junto al río Paraná, en 1912. Su maestro en composición fue Athos Palma en el Conservatorio Nacional de Música y Arte Escénico. Excelente pianista, recorrió muy pronto y en plena juventud, las principales salas de Europa y de los Estados Unidos de América.
Guastavino compositor, se presenta a los musicólogos principalmente con sus canciones de cámara aunque su producción es inmensa. En ella está el sello de su alma. No es un músico folklórico. Alguna vez pude comentar que se recostó suavemente en el folklore argentino. Le dio a su música algo muy difícil de explicar. No es tristeza sino nostalgia. Ella está en cada una de sus canciones y la añoranza no cabe en las palabras sino en la misma escritura.
Una canción de cámara es algo así como un conversar pausado, afectuoso. Las canciones de Carlos Guastavino pertenecen a la música culta argentina y sus creaciones tienen encanto y sencillez. No sin razón, un intérprete se esforzó en explicar a un auditorio europeo, que el maestro había sido comparado con Franz Schubert.
Limitándome a las canciones de Carlos Guastavino, el músico escogió a grandes poetas contemporáneos para sus obras. Fernán Silva y Valdés, uruguayo, fue el elegido para “La rosa y el sauce”, para voz y piano. En esta canción han fracasado muchos cantantes líricos. No basta decirla musicalmente y arruinarla con la mejor intención. En cambio, he podido escuchar a Anna Netrebko, sobresaliente con su canto, comprensión y con una pronunciación perfecta del español sin engolamiento alguno.
Pido disculpas si he dicho algo fuerte. Tuve ocasión de escuchar a un francés cantar “La canción del árbol del olvido” de Ginastera. Fue en el Teatro Colón en una ruinosa versión, delante del mismo compositor. No basta saber cantar cuando de abarcar obras de cámara se trata.
“La rosa y el sauce” ha recorrido el mundo. Junto a “Se equivocó la paloma” sobre versos de Rafael Alberti. Esta canción es muy difícil de interpretar y no es la desgarradora versión que circula entre cantantes y coros. Tiene su tiempo y su belleza.
La poetisa chilena Gabriela Mistral dio al maestro Guastavino la oportunidad de componer una “nana” o canción de cuna. Nuestro Jorge Luis Borges está presente también con la “Milonga de dos hermanos”, una tonada propia del Río de la Plata.
Las canciones de Carlos Guastavino, como es lógico, no son solamente las que he mencionado. Por eso, para conocerlo todavía más, deseo dar a conocer dos cartas del maestro. Las he atesorado a lo largo de estos años. Para agradecer mi saludo navideño de 1985, escribió: “Gracias por la sobrevalorización que usted hace de mi modesta labor. Tal vez tuve una ventaja: trabajar en lo que me da placer. Espero que a usted estimado amigo, le suceda lo mismo”.
Años antes, en 1979, se disculpa después de haber recibido una invitación para un recital. Allí había obras suyas. Dice: “Espero que no lo tome a mal si le digo será muy difícil que concurra, pues desde hace mucho tiempo no hago vida social y me niego a aparecer en televisión o en radio, o en conciertos, por simple razón de comodidad –si lo disculpa-. Me incomoda muchísimo que las gentes atribuyan valor a mis pequeñísimas obras, pues hay tanto mérito personal en ellos como el mérito que me cabe al crecerme el cabello.”
La inmensa producción musical de Guastavino encuentra una explicación. Con toda sencillez expresó: “Una parte de mi cerebro tiene música”. Murió lejos de su Santa Fe natal. Fue en Buenos Aires, en el barrio de Belgrano en 2000. Allí había pasado ocultamente muchos años de su vida.
Roberto Sebastián Cava