Leila Josefowicz y Ramón Tebar, temperamento y fantasía

Leila Josefowicz y Ramón Tebar
Leila Josefowicz y Ramón Tebar

Un programa que abarcaba estilos desde el postromanticismo a las vanguardias, pasando por el impresionismo, fue el que ofreció la Orquesta de Valencia en el Palau de la Música bajo la rectoría de su titular el maestro Ramón Tebar (que en estos días está dirigiendo su segunda «Bohème» en la Staatsoper de Viena) y la colaboración de la violinista Leila Josefowicz. Un programa, con ritmos muy diversos y sonoridades ambientales de fecundas atmósferas, que instrumentistas solista y director ofrecieron con un nivel muy destacado que arrancó sonoras ovaciones del público, al concluir cada pieza y más en particular en la que cerró el programa «Daphnis et Chloé» de Ravel.

La «Pavana» de Gabriel Fauré, es poco interpretada y ello no es justo, ya que tiene una lírica belleza y una melodía de seductor acento, que de inmediato conecta con la audiencia, sobre todo cuando se interpreta con la seducción, embeleso y sensibilidad con que lo hicieron los músicos valencianos regidos por la inspirada batuta de su director. Los tresillos en pizzicato, marcaron un ritmo muy sensitivo para mecer el cautivador solo de flauta y el dúo de clarinetes, que luego fue respondido por la plenitud de las cuerdas con efusión lirica en piano. La solemnidad del contrastado clímax con un determinado cuarteto de trompas organístico y una acentuada intensidad de los arcos, dio paso al tema inicial, esta vez expuesto por un poético oboe, respondido por los arcos genuinos protagonistas de la página. ¡Con qué intención en la zurda, marcó Tebar la entrada de los violines antes de la intervención de los cellos! casi para concluir la página.

Siguió el concierto para violín de Stravinsky, cuya catalogación como revival neoclásico no gustaba nada al compositor en el que una vehemente, decidida, segura, intencional y solvente Leila Josefowicz, demostró que tenía la partitura tan dominada conceptual como mecánicamente. Batuta y arco fueron feligreses del mismo concepto interpretativo. Sobre todo en la conjunción con los cambiantes metros de compás con no pocos quebrados de amalgama de la Toccata. La diversificación significó además de las acentuaciones, cromatizaciones muy diversas, con cierto postulado de jovial ironía, en los frecuentes inarmónicos que asumen la transformación sonora que impulsaron las vanguardias históricas. La primera de las dos arias tuvo un latido casi tan diversificado como el primer tiempo, con un solo inicial de violín rico en expresividades y en armónicos en lo alto del mástil. Conversaciones heterogéneas de plurales conceptos supusieron los diálogos con la trompa, fagot y flautas, en alternes sincopados. La segunda aria contó con una orquesta pendiente del luminoso y aéreo relato de la Josefowicz en persuasivos inarmónicos. Muy significativas fueron las irrupciones del violín solista, con el audaz motivo que en cada vez más crecientes compases abre los cuatro movimientos. La violinista llevó a cabo un derroche de temperamento en el movimiento conclusivo, sobre todo en la pluralidad de acentuaciones rítmicas del final. El director solo utilizó las manos en esta obra a fin de visibilizar más los múltiples matices, acentos, expresión y modulación. Los fervientes aplausos llevaron a la norteamericana, a ofrecer el final de «Lachen Verlernt» de Pekka Salonen en donde aún dio más rienda suelta a su temperamento en un derroche de técnica y colorido interpretativo.

Leila Josefowicz y Ramón Tebar

La segunda parte contó con dos partituras de Ravel. La primera «Pavana para una infanta difunta» tuvo un tiempo levemente más ágil que de ordinario, postulando las palabras del autor: «no quiero una pavana difunta», para lucir la suntuosidad de una orquesta que dejó respirar todos los sonidos. Este comentarista tras la audición pensó que la difunta infanta española, también tuvo sugestivos ensueños. Siguió con una obra que es todo atmósfera, ambientalidad, sugestión, sensualidad y ritmo, desde la cadencia a la orgía: «Daphnis et Chloé», un verdadero concierto para orquesta donde importa tanto el aéreo conjunto, como la particularidad de todos y cada uno de los solistas instrumentales.

Primaveral el Nocturno, con una cambiante gama de azules cromáticos desde los turquesas a los prusias, pasando por los ultramar y cobaltos. Idílico el breve Interludio, e intensa la Danza guerrera en el impetuoso ritmo sin perder acento ni riqueza de timbres en los precisos reguladores, ni en la tensión expresionista. Un paisaje digno de Monet fue el Amanecer, con unas maderas de sensual ambientalidad. La pantomima fue resueltamente danzable desde el debussyniano solo de flauta y el idilio de un «pas a deux» de la concertino. La danza general creció en intensidad con un preciso manejo de los contrastes y la velocidad creciente. La veraniega y radiante intensidad de una bacanal conclusiva, con un tutti intenso de todos los vientos y los arcos en divisi, encendieron los aplausos para la orquesta y su director.

Antonio Gascó