Según dice la leyenda, Gaetano Donizetti tardó sólo una semana en componer L´Elisir d´Amore, y logró con esta ópera una de las más deliciosas comedias del repertorio, capaz de soportar el paso del tiempo y lo liviano de su argumento con una jovialidad y una gracia que laten en cada nota de su música.
Quienes la escucharon o la vieron alguna vez en su vida no olvidarán fácilmente a esa galería de personajes, de simple psicología pero que se adueñan de nuestra sensibilidad de la mano de una música inspiradísima. Y si las escenas, los conjuntos, las arias y los coros hacen nuestras delicias a lo largo de la partitura, casi al final, Donizetti nos reservaba una verdadera gema con la maravillosa “Una furtiva lacrima…”, probablemente una de las arias más bellas escritas nunca para el tenor…
La grata comedia plena de comicidad y no exenta, sin embargo, de ese toque de melancolía tan propio del compositor – romántico al fin – fue el segundo título que el Teatro Colón de Buenos Aires presentó en esta temporada.
Con una puesta de Sergio Renán que ubica la acción en los años 50 del siglo XX, y hace de Adina la dueña de una fábrica de licores de Naranja (aún no entendemos bien por qué) la obra se enfrentó al primer desafío a sortear: compatibilizar a personas que viven en la post guerra italiana con la ingenuidad de un libreto de difícil sustento dramático en la contemporaneidad. Por otra parte, la marcación actoral se mantuvo fiel a la tradición mas pura, sin presentar la más mínima innovación, lo que volvía a hacernos preguntar para qué se cambió la época de la acción.
La escenografía de Emilio Basaldúa y el vestuario de Gino Bogani resultaron bonitos y acordes con la óptica del director, aunque me pregunto por qué últimamente se desaprovecha uno de los escenarios más grandes del mundo, por sus dimensiones, resignando la acción a sólo la mitad delantera del espacio disponible ¿reducción de presupuestos? ¿Voces más pequeñas? ¿Moda? Misterio…
Álvaro Luna completó el planteo escénico con el diseño de algunas proyecciones de relativa eficacia, emparentadas con las series televisivas de los 60.
Entiéndame, amigo lector, nada era feo o insoportable… nada era incoherente… pero ¿era necesario? ¿los cambios respondían a una nueva concepción de la obra o sólo a un cambio de traje y nada más? Tendemos a creer que esto último está más cerca de lo que vimos.
En el reparto, el Teatro Colón volvió a enfrentarnos a una serie de jóvenes intérpretes extranjeros ocupando la mayoría de las funciones programadas y relegando a los artistas argentinos a sólo una función extraordinaria, sin que exista para sostener esta elección, más argumento que la extraña convicción de que lo que viene de afuera es mejor que lo local… que tiene más charme… más prestigio…
Ese razonamiento solo es certero en el caso de unos pocos nombres, en el hoy por hoy de la lírica, pero en un teatro de ópera lo que importa, lo que debería primar, es la calidad artística de los intérpretes y no su pasaporte, y por lo tanto no puede comprenderse por qué se convocan artistas noveles que se ven en figurillas a la hora de llenar con su voz una sala de las proporciones del Colón; que nos brindan, en el mejor de los casos, su voluntad y su empeño pero que, a la hora de los resultados, están al mismo nivel que nuestros connacionales, cuando no por debajo.
En este sentido, Adriana Kucerová luchó toda la noche para que su voz fuera audible a lo largo de todo el registro durante toda la función. Se mostró eficaz al dar carnadura a su Adina, pero en las notas más altas la voz se volvía estridente mientras que había sílabas y palabras enteras que desaparecían bajo el sonido de la orquesta (y Donizetti no es Wagner ¿verdad?)
El Nemorino de Ivan Magrì resultó convencional y poco creíble desde lo escénico, en tanto en lo vocal, cumplió con poca sutileza a lo largo de la velada. Eso si, nos entregó una memorable interpretación de “Una furtiva lacrima” con la que cosechó una cerrada ovación, pero una ópera no es un aria.
El fanfarrón sargento Belcore de Giorgio Caoduro estuvo bien presentado desde lo actoral, aunque su voz no baja del forte durante toda la noche. Qué pena que no matice, que no cuide la elegancia de la línea tan propia del Bel Canto.
Afortunadamente Simón Orfila nos entregó un gratísimo Dottore Dulcamara, gracioso, chispeante y bien cantado con una voz que respondió a su parte con estilo y buen gusto.
Nuevamente nos impactó Jaquelina Livieri (a quién ya aplaudiéramos su Sophie, en Werther, recientemente) en el pequeño rol de Giannetta al que supo sacar partido, actuándolo y cantándolo con gracia y una voz que nos llena de esperanza.
El Coro Estable del Teatro Colón respondió con escuela y musicalidad, aunque se hubiera deseado una marcación actoral más inspirada.
La dirección del Mtro. Francesco Ivan Ciampa resultó graciosa aunque poco sutil con lo que perdió ligereza una partitura leve sometida a demasiados fortes.
La velada nos dejó con una sonrisa, y muchas preguntas cuando esperábamos salir con una carcajada…
Prof. Christian Lauria