L’Elisir d’amore en Estrasburgo, el delirio de Stefano Poda

L’Elisir d’amore en Estrasburgo. Photo: Klara Beck
L’Elisir d’amore en Estrasburgo. Photo: Klara Beck

¿Quién no ha soñado alguna vez con un filtro para ser correspondido por alguien? L’Elisir d’amore de Gaetano Donizetti, representada estos días en la Opéra National du Rhin, tiene como protagonista absoluto eso mismo, un filtro amoroso de esos que pueblan las historias de caballeros y princesas de la Edad Media. Pero ya no creemos en ese tipo de cosas, ¿verdad? Hasta la palabra “filtro”, que por sí sola significa “instrumento de amor” según su origen griego, necesita en estos días del tautológico anexo “amoroso” o “de amor” para dejar claro que no es una “materia porosa como el fieltro” o un “dispositivo que elimina ciertas frecuencias”, ambas del latín filtrum.

El que el filtro no sea más que un engañabobos vendido por el doctor Dulcamara no suprime el carácter mágico que envuelve la obra, acrecentado aquí por la onírica puesta en escena a cargo de Stefano Poda. Y es que es bien sabido que al final el filtro funciona, algo que no sorprende a los enamorados, ingenuos jóvenes campesinos, pero sí al artífice del ardid, que concluye que el Burdeos, pues no era más que vino, es capaz no sólo de enamorar a voluntad sino también de volverle a uno rico.

Esta nueva producción de la Opéra National du Rhin es casi en su totalidad un proyecto personal de Poda, que además de la puesta en escena dirige los decorados, el vestuario, las luces y la coreografía. Siguiendo el concepto de “obra de arte total” de Wagner, este “hombre orquesta” cree que todos los elementos de la escena deben estar concebidos por una misma mente para dar una visión más coherente. Lástima que esto vaya acompañado de la pedantería de no querer explicar nada sobre ella en la entrevista que se incluye en el programa, alegando que el proyecto de un artista debe mantenerse en secreto hasta la representación. Quizás no entiende que el programa es algo que, si bien se pone a la venta unas semanas antes del estreno, está destinado a ser leído después de ver la obra. Y que con una decoración con tanta simbología críptica y tan lejos de la escenografía clásica, el público escéptico puede llegar a dudar de la solidez teórica detrás de cada referencia. ¿Qué simbolizan los tacones de charol rojo? ¿Hay algún significado oculto en los colores verde, blanco y rojo y cómo se relacionan con cada sexo o es pura estética? ¿Hay alguna metáfora sutil en las manzanas y el árbol más allá de una burda alusión al Pecado Original? Parece que Poda quisiera presentar a Dulcamara como un trasunto de la serpiente, aunque la historia no lleve precisamente a la expulsión de los enamorados de su bucólico Edén.

Este hermetismo no impide que la puesta en escena transporte al espectador a un mundo surrealista en el que poco importa dónde y cómo se sucede la acción. La representación se desarrolla en lo que parece ser el claro de un bosque, nada que ver con el escenario habitual de los campesinos. En el muro del fondo, maquetas de rascacielos emergen perpendiculares a la pared, apenas distinguibles por estar todo pintado de blanco. La iluminación, como de rayos de sol atravesando las copas de los árboles, está magistralmente conseguida y realza constantemente el centro de la escena, donde una manzana gigante, mitad en blanco y mitad en verde, preside los dos actos de la obra. Junto a ella, un escarabajo (el coche, ojo) cubierto por completo de musgo que los personajes utilizan ya para esconderse o para entrar y salir de escena. Porque el coche no se mueve, pero el centro del escenario, manzana gigante incluida, gira sobre sí mismo, dando gran juego al movimiento de los protagonistas, que avanzan y retroceden sobre él. A esto se unen otros objetos, como los pequeños cañones de juguete que arrastran los soldados y sobre uno de los cuales el sargento Belcore muestra su virilidad montado a horcajadas mientras compara el amor con el campo de batalla. El vestuario tiene asimismo un carácter atemporal, aunque esté claramente inspirado en diseños del siglo XX. Especialmente llamativos son los abrigos de flores de colores y las vestimentas de los pacientes de Dulcamara, cada cuál con su propia estética y entre los que aparece hasta un Karl Lagerfeld retaco.

No creo que cuando Donizetti recibió en 1832 el encargo de componer una ópera en dos semanas imaginase que se convertiría en una de sus óperas más representadas, y aún menos que daría lugar a puestas en escena tan originales como esta. Y es que gracias a que la ópera es un espectáculo tan completo, hay una gran libertad de adaptación de la obra en cada nueva producción. Es por ello que no comparto en absoluto que se realicen cambios en el libreto original. En este caso, y si no entendí mal, el falso elixir se torna en té, anulando el efecto cómico de considerar el alcohol como una suerte de filtro, algo que el señor Poda debería explicar para evitar acusaciones de corrección política, tan mal vistas en el mundo del arte. Por otro lado, ¿a qué viene ese estúpido guiño al público estrasburgués en el discurso de Dulcamara? ¿No es suficientemente cómico el libreto? El que el sufrido Felice Romani lo escribiese en tan poco tiempo, inspirado en la ópera de Auber Le philtre (1831) y mientras Donizetti llevaba a cabo los primeros ensayos, no justifica cambios tan banales y carentes de sentido.

En definitiva, esta nueva producción de L’Elisir d’amore por la Opéra National du Rhin queda como algo anecdótico. Brillante en muchos aspectos de la puesta en escena, las pretensiones del señor Poda estropean el conjunto. Intenta convertir lo que podría ser un viaje simpático a un mundo de cuento en un cajón de sastre de símbolos que dan demasiada solidez al conjunto. Abstrayéndonos de esto, aún queda un escenario dinámico y estéticamente muy logrado que todavía nos deja soñar en fabricar filtros y enamorar a damas (o caballeros). Aunque quizás eso es más mérito de Donizetti y Romani.

Julio Navarro

Twitter: @dedalus241