Debo confesar que asistí a la representación de «les mamelles de Tirèsias» en el Teatro Martin y Soler del valenciano Palau de les Arts, porque el pasado día 28, en que se ofrecía la obra de Poulenc en Castellón, me coincidía con un concierto de la orquesta de Valencia con el maestro Tebar al frente, que no quería perderme por nada del mundo.
La obra de Poulenc, escrita sobre un texto de Guillem Apollinaire es una de las referencias de la ópera surrealista y Dadá. Pese a su interés por lo que supone de precedente del género es poco representada en la actualidad. La versión que se ofreció en el Palau de la música y en Castellón era la de la reducción de la orquesta de cámara, originariamente escrita por el autor, para dos pianos llevada a cabo por Benjamin Britten, muy bien cuajada en cuanto a carácter ritmo y dinámica, color y jovialidad, aunque si hablamos de jovialidad mejor sería llamarlo desenfado vivaz. Y en esta tesitura cabe ante todo, valorar el montaje escénico de Ted Huffmann y también el ritmo ágil que concedieron los dos pianos y en particular la dirección musical de Roger Vignoles, que supieron laborar muy bien la música de Poulenc que en esta ocasión, alejada de la formulación modal, estaba engastada en el vodevil, la desenfadada canción de cabaret o la melodía propia de las cavernas parisinas de los años de la ocupación nazi, sin olvidar herencias de Richard Strauss, sobre todo en los valses y de Igor Stravinsky sobre todo de «Petrouchka».
El texto tiene un referente reiterativo que es la insistencia en el alumbramiento de hijos, lógico en un momento en que hacía falta un incremento de población en Francia para combatir y para llevar a cabo una mayor producción que supusiera un impulso económico. Pero paralelamente al motivo cardinal del tema, el disparatado propósito de asumir la defensa de una mutación entre el alumbramiento de los varones y la masculinización de las mujeres. Todo ello servido en una clave de humor de chiflada extravagancia, que sin duda divirtió al público, a juzgar por las carcajadas, al tiempo que a no pocos espectadores les produjo una situación reflexiva por el paroxismo de las escenas y la inverosímil situación de muchos personajes que representan una disparatada sociedad en crisis de idearios y criterios.
Los jóvenes componentes del Centro de Perfeccionamiento Plácido Domingo del Palau de les Arts asumieron con un gran interés y responsabilidad la parodia, dejándose literalmente la piel en la escena, en un no parar que unía la acción desenfadada teatral, con un incesante ritmo de ballet, para servir un montaje muy vivo, ágil, desembarazado y dinámico, acorde con el propósito argumental. Todos los actuantes son dignos de una calificación de sobresaliente, por el cómo asumieron los grotescos tipos además de su musicalidad al servicio de una partitura compleja por la medida, exigencias vocales y la afinación, pero sin duda las matrículas de honor las reservaríamos para la protagonista Larisa Stefan, con una voz solvente de lírico ligera que se permitió la escalada notas sobreagudas de una dificultad extrema en un papel que las tiene a raudales y también para Joel Williams que asumió el personaje del esposo, con una caracterización muy diversa, en ocasiones andrógina y unas dificultades vocales que hicieron que su parte, escrita para un barítono de muy fácil agudo, que ha de alcanzar un sí, le fuera encomendada a un tenor.
Me cuentan que en la representación castellonense se mantuvieron los mismos valores positivos que en Valencia y que el público, que casi llenaba el teatro, salió complacido y con ánimo de diálogo de la representación. Me complace la actitud.
Antonio Gascó