La muy encorsetada programación de la Royal Opera House (ROH) decidió darse otro aire programando esta joyita de Emmanuel Chabrier (1841-1894). El resultado no ha sido lo halagador que se prometía sobre el papel. L’ètoile es una “opéra bouffe” y su estreno, en el Théâtre des Bouffes-Parisiens en 1877, supuso un empujón a la carrera como compositor teatral para su autor. Sin embargo, en estas funciones londinenses que han sido el estreno de la obra en la ROH, hizo falta chispa en la interpretación musical y ligereza (bien entendida) en la propuesta escénica. El resultado fue una tediosa velada que parecía no tener fin.
La Orquesta de la Royal Opera House, aplicada a las indicaciones del director, mostró un caudal sonoro excesivo para la obra de Chabrier. Mark Elder es un excelente director musical pero no supo o no quiso aligerar a una orquesta que más bien parecía estar interpretando Tannhäuser. Tampoco buscó estar en la línea divertida de la propuesta escénica. El lado positivo de su lectura musical estuvo en la concepción global, coloreada con intensidad y dejando fluir con naturalidad las partes habladas. Los cantantes dieron todo y más en sus cometidos, sobresaliendo las interpretaciones de la soprano Hèléne Guilmette (Princesa Laoula) y la mezzosoprano Kate Lindsey (Lazuli). La primera en un ajustado balance entre la seriedad y la picardía de su personaje, y la segunda en un personaje mucho más complejo al que sirvió con su cálida y bien timbrada voz. El extravagante Rey Ouf lo interpretó el tenor Christophe Mortagne supliendo con comicidad sus limitaciones vocales. Mejor equilibrados entre canto y actuación estuvieron todos los demás miembros del elenco, desde el tenor François Piolino (el embajador Porc-Épic), la mezzosoprano Julie Boulianne (Aloès, esposa del anterior), el barítono Aimery Lefévre (Tapioca) y el bajo-barítono Simon Bailey (Sirocco).
La dirección escénica de esta nueva producción le fue encomendada a la francesa Mariame Clément que optó por recargar visualmente hasta lo imposible el escenario. La escenografía (y supongo que el vestuario, que no aparece reflejado en el programa de mano) lleva la firma de Julia Hansen, colaboradora habitual de Clément, y está realizada primorosamente. En ella podemos ver desde una botella enorme de un famoso licor hasta una vaca, pasando por un globo aerostático, un elefante y un lápiz labial. Estas y otras ocurrencias, en principio surrealistas, dejan a la mitad del público indiferente. Quizá por el cansancio provocado por la sobrecarga de ideas o porque pasado un rato y al no encontrar conexión (si es que la hay) entre unas y otras, optan por disfrutar de la música y dejar de lado lo teatral. Hay que sumar la inclusión de dos personajes, uno inglés y otro francés, cuyo cometido es divertir con sus prototípicas visiones de ambas nacionalidades. En mi opinión sólo aumentaban el embrollo del argumento y la carga visual del espectáculo. El vestuario se unió con entusiasmo al batiburrillo escénico y sólo la magnífica iluminación (Jon Clark) y la graciosa coreografía (Mathieu Guilhaumon) mostraron líneas más depuradas. Por todo lo expuesto a esta “estrella” le hizo falta brillo para dejar huella en el público.
Federico Figueroa