Letter to a man: Wilson y Baryshnikov hacen hablar a Nijinsky

Letter to a man
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Quien diga que ha visto a Baryshnikov interpretar a Nijinsky en Letter to a Man, en realidad cree haber sido espectador de lo que no es. Y no lo decimos nosotros, aunque lo corroboramos. Son sus propios autores quienes lo subrayan una y otra vez en sus declaraciones sobre este one-man-show estrenado en julio pasado en el Festival de Spoleto y por el que Baryshnikov parece exorcisar el espíritu de quien le ha acompañado desde que desertó de la URSS en 1974.

Porque los proyectos para encarnarlo persiguieron al bailarín letón según puso el pie en Nueva York, llegando a estar involucrado, cuenta, en una avanzada idea para protagonizar una película que dirigiría Ingmar Bergman, pero, al saber que ya estaba en pre-producción la de Herbert Ross -Nijinsky (1980)- enseguida se abandonó. También estuvo Baryshnikov en contacto con la viuda del legendario bailarín, Romola de Pulszky: incluso le pidieron que interpretara su inconcluso Till Eulenspiegel (Richard Strauss), que Leonide Massine –su sustituto en el cartel de los Ballets Rusos y, también, en el lecho de Diaghilev- coreografiaría. Eran los ochenta, la década que perteneció a Baryshnikov, ya saben, y su agenda estaba atestada de proyectos en su recién descubierto mundo de libertad.

No era la intención de Bob Wilson y Mikhail Baryshnikov recrear al mito.

Letter to a man
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Sí amplificar su voz –entre un collage de canciones que sirven de eco emocional en muchos casos- y entregar al mundo las palabras del artista que cayó en las garras de la esquizofrenia, tras impactar en Europa y América de 1909 a 1917 con su gran salto en El espectro de la rosa (Fokine/Weber), conmover con su Petroushka (Fokine/Stravinsky) y escandalizar –o corroborar que abría la puerta al ballet moderno- con sus coreografías, Preludio a la siesta de un fauno (Debussy) y La consagración de la primavera (Stravinsky).

Porque Letter to a Man es la voz de Nijinsky, pero no es la recreación de Nijinsky. Está pero no. Es tan aséptico en sus escenas –con demasiado momento en negro para sus cambios de decorado-, como emocionante en lo evidente: las palabras de quien bailó por última vez en público, aunque ya no en un escenario, el 19 de enero de 1919, con sólo 29 años, y se entregó a su destino de locura escribiendo sus pensamientos.

Y lo escuchamos a través de las voces de los propios Baryshnikov y Wilson, en ruso e inglés, además de la de la coreógrafa Lucinda Childs, íntima del director desde su emblemático Einstein on the Beach y colaboradora en el movimiento –sencillo, pero dotado de su elegancia- que ejecuta el otrora bailarín clásico que sigue atrayendo al público por aquél que fue, descubriéndole aquí –con más o menos pasión- como el actor que siempre le gustó ser, en una carrera artística que va modulando en tono muscular según cumple años. ¿Y si se hubiese ofrecido en la más íntima Sala Verde de los Teatros del Canal, en vez de en la Roja? Habría ganado en intensidad, pensamos, como el flamenco cuando se ve a corta distancia, en su espacio original.

Se trata de la segunda colaboración entre el minimalista director norteamericano y el que fuera astro indiscutible del ballet del siglo XX, tras The Old Woman, donde actuaba junto al actor Willem Dafoe. Fue allí cuando empezaron a hablar de llevar a escena los Diarios de Vaslav Nijinsky, publicados en 1999 ya sin la censura –demasiadas alusiones al éxtasis y la carne, homosexual o no- con que su viuda los editó en su primera salida a la luz, en 1936.

Como dice la norteamericana experta en danza, Joan Acocella, sus Diarios son las únicas memorias de un gran artista escritas en el mismo momento en que estaba entrando en psicosis.

Dios, sexo, Diaghilev, homosexualidad… Cuánto sufrimiento en sus reflexiones, qué tormento escuchamos y leemos por triplicado cuando el ruso nos obliga a ir a los sobretítulos, pues el número divino marca el ritmo en este montaje deudor de la estética del burlesque, abrazado por la puesta escena pulcra y naïf de Bob Wilson, que adquiere su momento de intensidad cuando en el telón de fondo se proyectan los círculos que dibujaba el genio en su vida ya sin danza. Tantos, que se superponen, se desdibujan, se borran, se anulan…

“Yo no soy Dios. Soy Nijinsky. Yo no soy Dios. Soy Nijinsky. Yo no soy Dios. Soy Nijinsky”. Y así hasta la eternidad…

Cristina Marinero