Los agudos de Flórez y otras cosas

Los agudos de Flórez  Por Antonio Gascó

J. D. Flórez en el Teatro Principal de Valencia. Dirige J. R. Tebar. (C) Foto Live Music Valencia. Los agudos de Flórez  

Éxito de clamor en el concierto de Juan Diego Flórez, acompañado por la Orquesta de Valencia, bajo la rectoría del maestro Ramón Tebar, en el Teatro Principal. La gente, puesta en pie, aplaudió y braveó al peruano, sin que faltasen bochincheros piropos de algunos espectadores con ganas de llamar la atención y vaciar el tarro de su ego. Había, sin duda, gran expectación en el coliseo municipal por escucharle y de esa expectación nació el delirio, basado, sobre todo, en la apreciación del registro agudo que es lo que, en particular, suele deslumbrar a la galería. Lo cual no quiere decir que no hubiera frases afortunadas de indudable inspiración y delicadeza.

Desde luego la audición estuvo bien, pero sería conveniente, siendo honestos, matizar algunos pormenores. El sobresaliente de la calificación del respetable, este comentarista, muy acostumbrado a evaluar exámenes durante casi 40 años, lo dejaría rebajado a un notable corto, con la convicción de que ya va bien. Veamos por qué. Es evidente que el tenor limeño tiene una voz de lírico ligero muy interesante y bella, con agudos estratosféricos y facilidad para las acrobáticas fermatas y arpegiados barroquistas, que es (o fue) especialmente apta para el belcantismo acrobático de los Bellini, Mercadante, Rossini, Pacini y gran parte de la producción de Donizetti. Pero no lo es menos que al abordar, con los años, otro repertorio propio del registro lirico puro con partituras de Verdi, Offenbach, Gounod, Massenet y Puccini, ha tendido a ensanchar la emisión central (propósito que no ha logrado) y ello ha hecho que la materia prima pierda pulimento, squillo, y aparezca algo roma en la octava del pentagrama en clave de sol, con lo que ciertos personajes se quedan cortos de intención en el fraseo en ese registro. Ello le lleva, para ofrecer ese decir embelesado, marca de la casa, a ralentizar en gran manera los tiempos, con lo cual el canto, en ocasiones, decrece en intensidad emocional.

En «Il signor Bruschino» demostró que aún queda mucho del gran rossiniano que fue y es, con un fraseo elegante, limpio y expedito, de técnica muy krausística, mecido sobre gráciles maderas y sedosos arcos. En «La pietra del paragone», de la que incluyó la cabaletta, exhibió facilidad en las acrobacias y solvencia en el agudo, seguido por una batuta tan diestra como precisa y atenta que le permitió cantar a su antojo. Tal vez fuera de lo mejor de la noche el aria de L’elisir d’amore, dicha con encandilado sentimiento. La batuta le comprendió la intención, haciendo anacrusas de sus alientos y contando con las respuestas adecuadas de fagot, arpa y los arcos en pizicatto. Con todo me sigo quedando con Pavarotti, Bergonzi y, por supuestísimo, con Alfredo Kraus. Ralentizó en exceso «Tombe de l’avi miei» con lo que el sentido trágico del texto musical perdió carácter, que solo tuvo cierto aliento en «Per me la vita è orrendo peso». Sin duda otorgó desenvoltura, gentileza persuasiva y sugerente al aria del primer acto de Rigoletto. Asimismo fue interesante su versión de la del segundo acto de La traviata, aunque falta de seducción embelesada. En la cabaletta «O mio rimorso!» inyectó efusión apasionada rematando con un brillante Do sobreagudo (que no figura en la partitura) que encendió al respetable.

No me hizo olvidar a mi idolatrado Kraus en Roméo et Juliette, por más que tuvo sugestión en su canto, mecido por el incitante trinar de los violines, atentos a una batuta cautivadora al servicio de la voz. Solo un inconveniente, en el Si final de «Parais!» se quedó dos comas calante. Ello hizo preocuparse a este comentarista por el Do que venía en la densa y conmovedora aria de Faust que seguía, pero no, todo salió a pedir de boca, si nos olvidamos que hace falta una voz más pletórica y con más brillo en el centro. A veces la sensibilidad con la que cantó «Salut démeure chaste et pure» no lo es todo. La morigeración del compás le hizo perder sugestión. Sin duda no se lo puso fácil a la orquesta, que desde la inspirada seducción de los cellos y el cautivador solo de violín de Anabel García, se plegó al capricho de la voz. Por fortuna el Do conclusivo fue rutilante.

Honestamente cree el autor de estas líneas que la suya no es voz para «La bohème», pero claro, tiene un do sobreagudo. Pavarotti, Bergonzi, Domingo (aunque en vivo transportaba «Che gelida manina» un semitono bajo) y hasta Kraus que pecaba de excesivamente refinado, son superiores en el papel de Rodolfo. Es igual, creo que el respetable no pensó en nada de esto. El Do fue brillantísimo e inició la demanda de propinas. Guitarra en mano, Flórez se las vio con «Parlami d’amore Mariu» de Bixio, «Marechiare» de Tosti y la habitual «Cu, currucucú, paloma» de Tomás Méndez y, acompañado con orquesta, «Júrame» de María Grever y el remate de «La donna e mobile» en la que para asegurar el Si final, detrás de la fermata, se detuvo unos segundos para compadrear con la asistencia, tregua que le permitió recargar aire, templar el diafragma, impostar y acometer un agudo brillante que cerró la coche con esplendor y júbilo de la asistencia que no reparó en el truco.

A juicio de este redactor, Flórez no se lo puso fácil ni al conductor ni a la orquesta. Las ralentizaciones, los tiempos morosos, los antojos de la interpretación y la necesidad de tocar siempre muy piano, para no superar su emisión les supusieron una solicitud atentísima a la voz y a la orquesta, que respondió a su gesto como muy pocas veces, al extremo de ser gran parte del éxito de la velada. Tebar volvió a demostrar la madera de la que se hacen los buenos directores. Cabría recordar que, como los grandes directores del pasado, de Solti a Karajan, o de Giulini a Kleiber, se formó en el foso y con el repertorio operístico. Ello, bien es sabido, implica el oído siempre atento, la reacción inmediata a cualquier giro imprevisto de la voz, respiración continua con las voces y gestualidad de gran sensibilidad lírica y dramática para el foso y las tablas. «Si se dirige bien ópera, se puede dirigir cualquier cosa», decía Toscanini. Al respecto, resulta incomprensible que al director valenciano, a pesar de desarrollar una carrera en los mejores teatros del mundo: Viena, Berlín, Frankfurt, Estocolmo, y otros descollantes de EEUU,… no se le haya vuelto a ver en Les Arts, a pesar de las grandes noches de ópera que nos ofreció en su momento con Nabucco, Traviata, Aida, Don Carlo,… con críticas elogiosísimas.

Por otra parte, en las intervenciones en solitario de la orquesta de Valencia, solo hubo que lamentar en el inicio de la obertura de Guillermo Tell, algunos desajustes de los cellos y de los metales en la tormenta. Por lo demás hubo espíritu y tensión en la obertura de La favorita; trompas y trombones organísticos en el principio de Nabucco y oboe inspirado en la exposición del motivo del coro de esclavos, secundado por clarinetes y fagotes. Sensualidad voluptuosa en la danza de Friné de Faust y una exquisitez sensitiva en el intermedio de Fedora en el que el director se encontró especialmente inspirado y conmovido con el sugestivo tema. Algo semblante sucedió con el también breve y cautivador intermedio de Adriana Lecovreur.