Los cantantes castrados, segunda parte

Los cantantes castrados, segunda parte
Los cantantes castrados, segunda parte

Célebres músicos compusieron para los castrados. El cremonés Claudio Monteverdi, considerado el gran innovador de la ópera, encomendó al “castrato” Girolamo Bacchini el rol femenino de Euridice, en el estreno de L’ORFEO, en 1607.

El primero de estos cantantes en triunfar en las cortes europeas fue Baldasarre Ferri, que vivió 70 años entre 1610 y 1680. Su retrato, con la inscripción “Baldasarre Ferri, Re Dei Musici” -Baldasarre Ferri, rey de los músicos-, se haría colgar en los aposentos del emperador Leopoldo I, al lado de otros pertenecientes a varios reyes del viejo continente. Desde el inicio de su carrera la pasión que causó en su tierra enalteció no sólo a la sociedad melómana, sino al pueblo en masa. Cuando acudió a Florencia a cantar una ópera de Monteversi, “A una legua de la ciudad salen a recibirle los ciudadanos más eminentes, y le escoltan en marcha triunfal hasta su alojamiento”. Al retirarse dispuso de una enorme fortuna.

A través de Scarlatti y el castrado “Nicolini”, el público inglés se rindió ante el encanto de la ópera italiana, cuando estrenaron IL PIRRO E DEMETRIO, en 1654.

Haendel, prolífico compositor, además de Nerón y de los dos reyes anteriormente citados, para la representación de sus óperas incluyó numerosos e importantes personajes a los que dieron vida los “castrati”. Contó con “Nicolini” para el estreno de RINALDO, en 1711, y le otorgó el papel protagonista, de gran dificultad, en AMADIGI DI GAULA, en 1715, además de incluirlo en las reposiciones de algunas de sus obras de mayor éxito, al lado de “Berenstad”, otro virtuoso castrado.

Pronto se interesó por el célebre contralto italiano Francesco Senesino, cuya fama era extraordinaria por toda Europa, para el estreno de un buen número de sus óperas, entre las que destacan FLAVIO, en 1723 y GIULIO CESARE, en 1724. En la primera, al lado del famoso “Farinelli”, dio vida al personaje de Guido; al interpretar el aria de bravura “Rompo i laci” -Rompo los lazos-, puso de manifiesto todo el esplendor de sus medios vocales.

Haendel conoció a “Carestini” y a “Scalzi”, a los que consideró idóneos para el estreno de ARIANNA IN CRETA, en 1723, con la que tuvieron una excelente acogida como intérpretes. Asignó al primero el papel principal en ALCINA, en 1735, quien logró su mayor éxito en Londres con el aria “Verdi prati”; y Gioacchino Conti “Gizzielo”, que había nacido en 1714, y muerto muy joven, en 1761, a los 47 años, quien tomó parte en el estreno de las óperas ATALANTA y ARMINIO, en 1736. Siendo principiante, debutó al lado de “Farinelli”; abrumado por la superioridad de éste, se desmayó en escena.

A otros autores pertenecen los personajes de Orfeo, en ORFEO Y EURIDICE, de Gluck, estrenado por Gaetano Guadagni en 1762; Idamante, en IDOMENEO, en 1771 y Sesto, en LA CLEMENZA DI TITO, en 1791, ambas de Mozart, y Arsace, en AURELIANO EN PALMIRA, de Rossini, en 1814, papel interpretado por otro importante evirado, Giambattista Velluti.

En cuanto a Carlo Scalzi, conocemos que debutó en Venecia en 1719, y que actuó en los principales teatros de Europa. La temporada 1733-34 la pasó en Londres, bajo la dirección de Haendel. En otoño de 1737 interpretó el papel de Sirbace, en ROSBACE, de Nicola Pórpora.

Fue en época del autor de EL BARBERO DE SEVILLA, cuando comenzó el declive de la voz de los “castrati”. Cambios históricos, culturales y de gusto, además del fallecimiento, en 1782, del más célebre de todos ellos, Carlo Broschi “Farinelli”, de quien se decía que bajaba tres octavas haciendo trinos sobre cada nota, contribuyeron al cierre de esta época.

“Farinelli”, que vivió 77 años. Había nacido en Andria en 1705. Contrariamente a sus colegas de baja condición social, pertenecía a una familia acomodada e ilustre. Estudió en el conservatorio de Nápoles con el compositor y profesor de canto Porpora. Debutó a los quince años en dicha ciudad con la ópera de su maestro ANGELICA E MEDORO. En el comienzo de su carrera, debido a su carácter afable y bondadoso, llegó a competir con el trompetista de la orquesta, con quien tenía que emitir trinos y filigranas en una sola emisión de voz. Una noche, con el teatro abarrotado, el instrumentista quedó exhausto, continuando el soprano con sus florituras durante largo rato, haciendo delirar al público que, puesto en pie, le dedicó una estruendosa ovación. Como muestra de su bondad, confesó al músico que no había sido su intención el ponerlo en evidencia.

Lo que comenzó siendo un enfrentamiento con el músico de la orquesta le hizo correr el peligro de caer en lo chabacano, al prestarse a este tipo de “duelos” de acrobacia vocal con otros importantes “castrati”, que eran asumidos por el gran público, no por el melómano. Broschi no eludía tales enfrentamientos, sus seguidores enseguida buscaron el “mano a mano” con el ídolo del momento, Antonio Bernacchi, que vivió 71 años, entre 1685 y 1756, capaz de las más increíbles piruetas vocales, con las que dejaba atónitos a los auditorios. Bernacchi venció al de Andria, a quien lleva veinte años; dándose cuenta del talento y facultades del joven le tomó bajo su protección, enseñándole “trucos” y secretos para el canto, con los que ganó pronta popularidad.

El emperador Carlos IV, tras escuchar a “Farinelli” en Viena, lo hizo llamar, y con paternal afecto le dio el siguiente consejo: “(…) a nadie he conocido con tanto talento, por eso debo animarte a que no lo emplees mal; no trates de asombrar a tu público, trata de conmoverlo”.

Empleando con acierto tan sabio consejo, “Farinelli” cautivó a los públicos de toda Europa, cantando las obras de los principales compositores contemporáneos. En Londres, la rivalidad de los primeros llegaba al fanatismo enfrentando cantante contra cantante y compañía contra compañía, movimiento promovido hacia Haendel y su entorno musical; en contra de su teatro se creó la “Ópera de la Nobleza”.

Francesco Bernardi, alias “Senesino” y “Farinelli”, grandes astros del momento, se verían enfrentados por la competencia de ambas compañías, aunque se logró hacerles cantar juntos en una ópera. Durante el ensayo, la orquesta dejó repentinamente de tocar, totalmente abstraída ante el virtuosismo del de Andria. En el estreno, “Farinelli” encarnaba a un personaje que estaba encadenado, “Senesino” el de su tirano; cuando el primero entonó su aria, lo hizo con tanto sentimiento, que “Senesino” corrió hacia “Farinelli”, abrazándolo en plena representación, dejando a un lado su papel y rivalidad.

La voz de “Farinelli” abarcaba todos los registros con una sonoridad poco frecuente, hasta el punto de que su fama le trajo a Madrid, en el verano de 1737, para cantar delante del rey Felipe V. Isabel de Farnesio tomó tal decisión ante la pérdida de interés de su esposo, el monarca, ante todo lo que le rodeaba; envió a una embajada a Londres con la orden de traer al “divino castrato”, al precio que fuere, con la esperanza de que, oyéndole cantar, despertara el interés del rey y abandonara su enfermiza melancolía.

El cantante emprendió el viaje, y en la corte española fue invitado a cantar en un aposento contiguo al del monarca; Felipe V abrió los ojos, levantó la cabeza y después de muchos días habló unas frases. Tal fue el apasionamiento y admiración que “Farinelli” causó en el rey, que el “castrato” tendría que repetir dicha terapia todas las noches interpretando, invariablemente, las mismas canciones durante los nueve años que el monarca sobrevivió a la llegada del cantante. Éste se vio halagado con fuertes sumas en metálico, oro, piedras preciosas, caballos, relojes y aposentos, estando a su servicio y al de su hijo Fernando VI, quien le conservó la pensión y privilegios hasta 1759, llegando a alcanzar una gran influencia política.

Musicalmente, tuvo carta blanca para hacer y deshacer a su antojo. Bajo su dirección se llevó a cabo la construcción del Teatro de la Ópera del Buen Retiro, el mejor de Europa, hasta su destrucción. Organizó los Festejos Reales de Aranjuez, en los que no faltó el concierto fluvial del Tajo; si no hacía viento, las embarcaciones dejaban de remar para que el silencio fuera absoluto, y entonces cantaba “Don Carlos”.

A la edad de 65 años comenzó a sentirse viejo; entonces conoció a Mozart, al que llevaba 51 años, con quien estableció una profunda relación. El castrado, falto del cariño de un hijo, más que amistad por el salzburgés, llegaría a sentir un verdadero amor paternal.

La dimensión que adquirió “Farinelli” no la logró ningún otro castrado, ya que la literatura, la ópera, la zarzuela y el cine lo han hecho inmortal, como a todos los genios. Por citar unos ejemplos: el inglés John Barnett y el español Tomás Bretón, lo hicieron protagonista de cada una de sus óperas, que titularon de idéntica manera FARINELLI. El soriano Joaquín Espín y Guillén compuso la zarzuela CARLOS BROSCHI, basada en la figura del célebre soprano. Eugenio Scribe fue el autor de una novela titulada “Carlo Broschi”; William Taylor escribió el libro titulado “Farinelli, el cantante castrado” y el director de cine Gérad Corbiau, le hizo personaje principal de la película “Farinelli, il castrato” quien, para conseguir la voz del cantante de Andria, recurrió a una soprano y a un contralto masculino, en un alarde técnico, que para describirlo se necesitaría de largo tiempo, dado lo complejo de lograr con las dos voces sólo una.

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“Farinelli” se retiró a la ciudad de Bolonia en 1760, en medio de una gran opulencia que disfrutó durante 22 años, hasta su muerte.

Contemporáneo de Broschi, fue Gaetano Majorano “Caffarelli”, quien vivió 73 años, entre 1710 y 1783, quizá su único rival artístico. Había nacido en el seno de una familia campesina que hizo todo lo posible para que el pequeño no se sometiera a una emasculación.

Dotado de un gran carácter, todavía en la infancia buscó a un protector que encontró en Doménico Caffarelli, quien le proporcionó los medios necesarios para ser “mejorado” en Norcia, pueblo que gozaba de poseer los mejores cirujanos. En el conservatorio de Nápoles fue alumno de Pórpora, de quien llegó a ser su discípulo favorito. Nunca se amilanó ante las persecuciones con saña que los niños “normales”, destinados a los coros y papeles secundarios, llevaban a cabo con los “castrati”, mucho mejor considerados por el profesorado y dirección del centro. Su fama se consolidó de forma definitiva al actuar en Venecia junto a un “Farinelli” ya consagrado. “Caffarelli”, al contario que Broschi, era caprichoso y pendenciero, pero al igual que el de Andria, la operación no le había afectado con ninguna deformación corporal, y pertenecía al grupo de los del físico agraciado.

A los pocos años de su debut se enamoró de una dama romana, y fue sorprendido por el marido de ésta en un momento comprometido para ambos, por lo que tuvo que huir y esconderse en un receptáculo para agua, pasando allí la noche, lo que le produjo una pulmonía que puso en peligro su voz e incluso su salud, ya que permaneció una larga temporada postrado en la cama. Una vez repuesto, el marido en cuestión pagó a unos sicarios para borrar del mapa al intrépido castrado, pero no contó con la mujer quien, a su vez, destinó a una cuadrilla para dar protección al cantante.

Más cauto en sus amoríos, no lo era tanto en escena, pues su fama de insolente y provocador afectaba a todo el conjunto artístico. Se negaba a participar en los ensayos y a cantar con los demás; además, pretendía que la orquesta no afinara sobre ningún instrumento, quería que tal función fuese hecha sobre su voz.

Extravagante y blasfemo, interrumpió la liturgia en la toma de velo de una novicia, arrebatándole el arco a un violonchelista de la orquesta, emprendiéndola a golpes contra todos los cantantes y con los que acudían a separarles. Odiaba tanto a las “prime donnne”, que eran motivo de mofa los enfrentamientos que con ellas tenía, al no privarse de ofrecer este tipo de altercados en público. Nunca hizo daño a nadie, su única ilusión era llamar poderosamente la atención al precio que fuese.

Pese a su carácter, su clase como cantante le hizo estrenar muchas de las óperas de Hasse, Jommelli y Galuppi. Retirado en Nápoles, adquirió una propiedad que llevaba anexa el ducado de San Donato. Vivió casi 30 años rodeado de una gran riqueza; sólo cantaba en contadas ocasiones para sus amistades, y su carácter se fue dulcificando con el paso de los años.

Además de estos dos prodigios, varios fueron los “castrati” que lograron fama a lo largo del XVIII, entre los que sobresalieron, por méritos propios, el italo-alemán Uberti, llamado “Il Porporino” alumno, junto a Broschi, del compositor y pedagogo Nicola Antonio Giacinto Pórpora, en el Conservatorio de San Onofrio; Francesco Antonio Pistocchi; Manzuoli; Guadagni

Gaetano Guadagni, vivió 67 años, entre 1725 y 1792. Nació en la ciudad de Lodi, localidad próxima a Milán. Hizo su debut en Parma en 1747, donde exhibió un extraordinario registro de contralto para comenzar, más tarde, a interpretar papeles de soprano, prodigio que le valió el convertirse en uno de los cantantes más solicitados del momento.

Consiguió la cumbre de su carrera al representar el papel del poeta mitológico en la ópera de Gluck ORFEO Y EURIDICE, que siguió interpretando muchos años. Cuando ejecutaba la famosa aria “Che farò senza Euridice” -Que haré sin Euridice-, el delirio invadía a los espectadores, ya que el dramatismo que aportaba al personaje era capaz de hacer llorar, incluso, a los músicos de la orquesta.

Fue uno de los castrados más versátiles de su época; su carrera fue muy larga, llegando a cantar hasta pasados los 60 años.

Otro castrado llamado Giusto Tenducci, que vivió 54 años entre 1736 y 1790, enloqueció de admiración a los auditorios que se apiñaban en las plateas y palcos para escuchar sus trinos. Compuso dos óperas, una de ellas titulada IL CASTELLO D’ANDALUSIA y varias sonatas para clave. Fue amigo de Johann Christian Bach y dio clases de canto al pequeño Wolfgang Amadeus Mozart durante su estancia en Londres.

Gasparo Pacchierotti, vivió la nada despreciable edad de 81 años, entre 1740 y 1821. Estudió canto en Venecia. Desde el comienzo de su carrera fue muy apreciado su extraordinario registro de soprano. Los mayores éxitos los consiguió en Londres, donde se convirtió en el cantante más mimado de la ciudad. Su fama pronto se extendió por otras ciudades del viejo continente, y a partir de 1770 fue reclamado por los principales teatros líricos de Europa. Cuando contaba 45 años, interpretando un papel protagonista en Venecia, tras un aria especialmente emotiva, notó que la orquesta no seguía fielmente la partitura; sorprendido, se acercó al foso viendo al director llorando, al igual que a muchos de los músicos y espectadores.

Desgarbado y deforme a consecuencia de su castración, su poder de comunicación lo emitía a través de su voz. La inseguridad y timidez las ostentaría de por vida. En ocasión de escuchar a una “prima donna”, en Sicilia, se refugió llorando entre bastidores, lamentando no poder igualar a tan insigne cantante. Fiel a la escuela de los “castrati”, Pacchierotti, se retiró de la escena en 1790, aunque hizo una excepción a finales de siglo, cuando Napoleón le solicitó de forma muy especial que cantase para él en una velada privada.

Girolamo Crescentini, actuando en Viena, en 1805, causó tal impacto en los oídos de Napoleón, que éste no dudó en hacerle caballero e invitarle a París, donde permaneció por espacio de seis años. Debido a su mala salud, accedió contrariado el emperador a que el cantante regresase a Italia.

Giovanni Battista Velluti, quien, al igual que Pacchierotti, llegó a los 81 años de edad, entre 1780 y 1861, fue el último de los grandes “castrati”, de tan buena voz como malos modales; fue admirado por Napoleón Bonaparte, que lo escuchó en Venecia en 1810. Como ha quedado dicho, estrenó el rol de Arsace en AURELIANO EN PALMIRA, de Rossini, en 1814. En esa época, en la plenitud de sus facultades belcantistas, consciente de sus dotes, adoptaba actitudes propias de una diva.

Dotado de una belleza poco común, Velluti era pendenciero y difícil en el trato. Formaba parte del grupo de evirados que no perdieron el carácter varonil y trataban de equilibrar su fama de “disminuidos” a base de todo tipo de alardes. El más atrevido de éstos fue la fuerte oposición que hizo a la princesa de Gales, quien quería dar luminosidad al escenario a base de muchas más velas, con la consecuencia de que generarían bastante más humo y calor; el castrado se negó al requerimiento del real personaje diciendo: “Mi garganta vale tanto como una reina”. En el estreno de una ópera de Rossini discutió con el director de la misma, Alessandro Rolla, porque éste no le dejaba añadir ornamentos y florituras en las arias.

Cuando el público comenzó a cansarse del sonido que emitían los “castrati”, Velluti cantó una temporada en Londres, pero la crítica lo consideró estrafalario, teniendo que regresar a Italia. En 1830 de despidió de la ópera, dando todavía un concierto al año siguiente. Se retiró a su lujosa mansión, situada entre Padua y Venecia, donde murió, como ha quedado dicho, octogenario. Entre sus admiradores contó con Stendhal y Napoleón Bonaparte. Velluti fue uno de los hombres más apuestos de su siglo.

Luigi Marchesi, también perteneciente al grupo de “castrati” de los bravucones, fue el único cantante que, por motivos patrióticos, se negó a cantar delante de Napoleón.

Fue muy extravagante. Para salir a escena exigía que en el escenario figurara una colina. Él tenía que aparecer en lo alto de la misma después de un toque de trompetas, llevando un casco con plumas de dos metros de longitud, lanza espada y escudo, sin importarle el título de la ópera que tuviera que interpretar.

En 1864, Rossini dedicó su MISA SOLEMNE -que había estrenado en 1819-, a los cantantes de “tres sexos”, así llamados porque tenían la fuerza vocal del hombre, el refinamiento y sensualidad de la mujer y la transparencia del niño.

Así hablaba de ellos el compositor de Pesaro: “Yo nunca los he olvidado, la pureza, la milagrosa flexibilidad de sus voces y, sobre todo, su acento profundamente penetrante, todo eso me conmovía y fascinaba más que cuanto pueda decirse”.

En el acto II de EL BARBERO DE SEVILLA, el cisne deja entrever un leve recuerdo a los evirados canoros, cuando el anciano Don Bartolo, después de escuchar el aria de su pupila, dice: “(…) en mis tiempos la música era otra cosa. ¡Ah! Cuando, por ejemplo cantaba Caffariello -en posible alusión a Caffarelli y sus proezas vocales- aquella aria portentosa (…) y que el bajo tratará, en alarde falsetista, de situar la voz donde se suponía que lo hacía el soprano.

Algunos de los castrados, una vez retirados de la profesión, para no desvincularse totalmente de la misma, continuaron ejerciendo una importante influencia como maestros de canto. Tal fue el caso de Pier Francesco Tossi, que vivió 78 años, entre 1654 y 1732.

Antonio Bernacchi, vivió 71 años entre 1685 y 1756. Permaneció en la ópera por un espacio de 33 años, actuando en Italia e Inglaterra, donde intervino en varias temporadas con Haendel; cuando se retiró fue un destacado profesor de canto.

Girolamo Crescentini, que vivió la envidiable edad de 84 años, entre 1762 y 1846. Se retiró de la escena en 1805, tras haber sido nombrado maestro de canto en Viena.

La total desaparición de los “castrati” de los teatros de ópera no coincidió con el fin de la práctica de la castración, ya que la iglesia seguía utilizando tales cantantes para solemnizar los oficios religiosos.

Todavía a lo largo del XIX se contaron por decenas los niños castrados, de manera especial en los estados pontificios, cuyos coros estaban integrados, principalmente, por estos cantantes. No obstante, las mermas fueron espectaculares, ya que en 1780 sólo en las iglesias de Roma actuaban 200 “castrati”, y en el siguiente siglo, había 40 en los estados pontificios.

La protesta del director permanente del Coro de la Capilla Sixtina -cargo que desempeñaba desde 1878-, el también castrado Doménico Mustafá, en contra de la presencia, en iglesias y teatros, de los cantantes, que como él habían sido mutilados, causaron un gran impacto en el Padre Lorenzo Perosi -quien había sido nombrado, en 1890, organista y maestro de canto en la abadía de Montecasino- para que su actitud, en contra de la castración, fuera determinante en la desaparición de tales cantantes del panorama musical eclesiástico.

La cruzada del Padre Perosi, con el fin de abolir tal práctica, se debió a que le “atormentaban los niños que seguían mutilados para servir al canto polifónico”. El papa León XIII accedió a las numerosas peticiones de Perosi, promulgando el decreto que prohibía taxativamente la utilización de castrados en la música eclesiástica.

Gracias a músicos estudiosos, profesores y directores de orquesta con inquietudes en el barroco, en la actualidad vuelve a tener gran importancia un tipo de voz muy cultivada en Inglaterra en el siglo XVIII, la de contratenor, tonalmente situada entre la contralto y la soprano, quien no imita la técnica de emisión y timbre de los “castrati” sino que aprovecha la voz trabajando su propio registro en la resonancia de cabeza, proyectándola con amplia riqueza de colorido y agilidades, haciendo que personajes de Haendel, Gluck o Mozart, vuelvan a cobrar vida en las voces masculinas, sin las terribles mutilaciones.

Juan J. Rodríguez de los Ríos