
Leoš Janáček vio estrenada su ópera Katia Kabanova en Brno en el año 1921. Casi un siglo más tarde, la Ópera de Seattle programa el título por vez primera, en una producción dirigida por los australianos Genevieve Blanchet y Patrick Nolan. La Orquesta Sinfónica de Seattle estuvo dirigida por Oliver von Dohnányi, que debutaba con la compañía. En el rol titular se turnaron las solventes sopranos americanas Corinne Winters y Melody Moore.
La pareja artística formada por Genevieve Blanchet y Patrick Nolan sitúa la acción en un pequeño pueblo del noroeste de Estados Unidos. De esta manera, pretenden acercar la historia de la desdichada esposa a los aficionados de Seattle. En el fondo, entre la Rusia profunda y el mundo rural norteamericano no hay demasiadas diferencias. No obstante, en pos de una mayor verosimilitud, los sobretítulos en inglés de Simon Rees tapan los baches del libreto de Janáček. La naturaleza tiene un papel importante en la puesta en escena. Blanchet propone un decorado de proyecciones en movimiento que recrean paisajes fluviales o boscosos.. La protagonista mira a través de la ventana de su casa, como a través de los barrotes de una cárcel asfixiante dominada por Kobachina, si taimada suegra. Fuera, el paisaje natural aparece aún más amenazador que la tóxica rutina de los Kavanov. Blanchet y Nolan consiguen así una paradójica sensación de claustrofobia.
Katia nunca se presenta ante los ojos del espectador como un individuo autónomo, sino que siempre está subyugada por algún tipo de poder que cuarta su libertad y oprime sus ganas de alcanzar la felicidad. En esta producción, su mundo interior se asocia con la luna y el cielo estrellado, metáforas de una felicidad prohibida e inalcanzable. Pese a lo interesante de las ideas ya citadas, la dirección escénica de Patrick Nolan adolece de cierto conservadurismo. La partitura ofrece detalles que la producción pasa por alto, pues solo recoge de manera parcial la complejidad de las relaciones entre los personajes.
El espectáculo resulta interesante, no obstante, por la calidad de los dos elencos de cantantes. En la noche de estreno, que tuvo lugar el pasado sábado en en McCaw Hall de Seattle, la soprano dramática Melody Moore fue una Katia arrolladora. La voz de Moore es grande, tiene brillo de arriba a abajo y campanea sin dificultad sobre la orquestación de Janáček. Este poderío vocal, aunque se disfruta por inusual, parece entrar en conflicto con su personaje: una mujer apocada sin voluntad propia, mecida por la voluntad de una sociedad hipócrita. Moore venció pero no convenció en el estreno de esta Katia Kabanova, aunque es seguro que los aficionados de la ópera de Los Ángeles disfrutarán con su Tosca. Le dio la réplica como Boris el tenor californiano Joseph Dennis, una voz también de medios apreciables e intención dramática que dejó una recreación del amante pasajero de Katia algo desdibujada.

El segundo reparto, presentado el domingo día 26, estaba encabezado por la soprano Corinne Winters, muy esperada tras su reciente triunfo con esta misma compañía en La Traviata. Winters tiene un instrumento de soprano lírica, más recogido que el de Moore, lo que le permitió encarnar una Katia mucho más frágil e introspectiva, más dulce si se quiere, en línea con la puesta en escena. von Dohnányi no tuvo piedad con ella y la sepultó en ocasiones bajo el magma orquestal. Winters se resarce en el aria donde se pregunta por qué los seres humanos no pueden volar como los pájaros, con una magnífica recreación que hizo aflorar varios matices de la compleja personalidad de Katia Kabanova. Su dúo de amor con el tenor Scott Quinn no tuvo el voltaje vocal del primer reparto, aunque se pudo disfrutar gracias a la musicalidad y la sensibilidad escénica de ambos cantantes. Quinn dejó detalles de gran clase, con un instrumento claro pero cálido, que atacaba con seguridad cada frase.
Puede que la pareja formada por la mezzo Victoria Livengood (Kabanicha) y el tenor escocés Nicky Spence (Tichon, el esposo de Katia) sea responsable de gran parte del éxito de la ópera. Ambos estuvieron sobrados vocalmente. Sobre todo Spence, demostrando una gran dicción y con un torrente sonoro que tampoco encajaba demasiado con el pusilánime y etílico Tichon. Victoria Livengood fue una aplaudidísima Kabachina. La mezzo americana cuajó una hipnótica suegra. Resultaba imposible dejar de seguir sus evoluciones sobre el escenario, mientras que sus frases, bien articuladas aunque algo tirantes en las notas graves, dejaban en el aire la atmósfera inquietante que Janáček hubiera deseado.
La mezzo israelí Maya Lahyani, formada en el programa de Jóvenes Artistas de la Ópera de Seattle, interpretó a Varvara, la hermana adoptiva de Tichon. De timbre y vibrato agradables, Lahyani supo aportar al sombrío espectáculo la luz positiva de su personaje. Varvara ayuda a Katia a consumar su infidelidad, pero huye con su mante en pos de su felicidad, dejando a la protagonista expuesta a su destino. El veterano Stefan Szkafarowsky, por su parte, decepcionó con un Dikoj discreto en lo vocal y un tanto histriónico en lo actoral.
El coro de la Ópera de Seattle, dirigido por John Keene, abordó la partitura sin sobresaltos desagradables. Todos los cantantes superaron la barrera lingüística del checo gracias a los consejos de prosodia de Radoslana Biancalana.
Como ya hemos visto, la propuesta de trasladar la acción desde Rusia a los Estados Unidos funciona sólo a medias por la falta de ambición de los directores de ópera. Por ello, esta Katia Kabanova se atoja insuficiente, simplista y poco comprometida. Queda la sensación de que Nolan y Blanchet se dejan en el tintero muchas ideas que quedaron apenas apuntadas por la Sinfónica de Seattle. Sin duda, estos cantantes merecían un mejor pedestal escénico.
Carlos Javier López