
Está claro que si la Gala 40º Aniversario del Ballet Nacional de España se hubiese programado durante un mes, también se habría llenado. ¿No es hora ya de confiar mucho más en nuestro arte coreográfico?
Cristina Marinero
Cada vez somos más conscientes de que, por un lado, están los gestores de los teatros o de los entes culturales, un tanto tímidos en darle a la danza española su espacio y tiempo en los escenarios con plenitud, y por otro está el público, deseoso de verla.
Los espectadores lo han dejado muy claro al agotar las más de 17.000 entradas a la venta, cuando el Ballet Nacional alzó el telón el pasado sábado 8 de diciembre: quieren nuestras coreografías clásicas, muchas de ellas repuestas, por otro lado, tras varios años de ausencia, ya que las temporadas de las compañías nacionales siempre se quedan cortas en Madrid.
¿No es hora ya de volver a darle el lugar que debe tener nuestra danza -camino de confirmar que es Patrimonio Cultural Inmaterial-, que sí ha tenido hasta hace pocos años y que en los últimos se le ha negado con una casi desaparición de las carteleras o, si se programa, de forma muy exigua?
Con la Gala 40º Aniversario, el director Antonio Najarro ha seleccionado varios títulos o extractos de las coreografías clásicas del repertorio del Ballet Nacional, en las que han destacado algunos de sus primeros bailarines y solistas, como Sergio Bernal, Inmaculada Salomón, Aloña Alonso, Alvaro Madrid y Miriam Mendoza.
Cuando va a cumplir 35 años desde su estreno, Ritmos, de Alberto Lorca y José Nieto, se confirma como uno de nuestros grandes clásicos indiscutibles. Formó parte del programa nunca superado en la historia del BNE, estrenado en 1984, junto a Danza y Tronío, y Medea, coreografías, respectivamente, de Mariemma -sobre música de Bocherini y el Padre Soler, orquestadas por Antón García Abril (que estuvo en el estreno)- y José Granero, que contó con la composición original de Manolo Sanlúcar, y quien tuvo a su lado a Miguel Narros. Realizado durante la dirección de María de Ávila, su entonces adjunto Ricardo Cue fue como un Diaghilev uniendo a los mejores talentos y gestionando creatividades para el buen fin del arte coreográfico.
Ritmos cuenta con una de las partituras contemporáneas para danza española más espectaculares del Siglo XX y su coreografía, de un neoclasicismo tan elegante como continuador de la tradición. Comienza con el cuerpo de baile apareciendo progresivamente, en el que es uno de los inicios coreográficos más redondos que recordamos. Continúa con el paso a dos, lírico, llevando el quiebro de nuestra danza hacia formas más balletísticas, que fue estrenado por Juan Mata y Ana González en su día. Tras ellos aparecen los solistas, tres parejas, en un momento donde el diseño espacial y la iluminación provocan gran impacto, además de vestir trajes que, si bien iguales de diseño que los de todos los demás, son de color fucsia, como un fogonazo. Es una secuencia coreográfica muy rítmica, dominada por la percusión, con movimientos secos y más geométricos que los del paso a dos. Y tiene una doble faz que sigue cautivándonos, con ese aire casi setentero, por un lado, y, por otro, siempre actual. Como gran final, todos los intérpretes, ya con las castañuelas, en un dibujo coreográfico en el que las faldas de ellas, con decenas de capas de gasa ligera, aportan ese aire de salón en esta pieza que es una obra maestra y que termina de forma emocionante. Tanto, que es muy difícil «salir» después. En este caso, la Danza IX, coreografía de Betty sobre la pieza de Granados, que vimos en su estreno en los años 80 interpretada por Lola Greco, toma bien el testigo como solo para bailarina, con Aloña Alonso e Inmaculada Salomón, en diferentes funciones.
También de obra maestra se ha calificado, desde su estreno en 1994, a Fuenteovejuna que, como ven, en 2019 cumple 25 años (¿Se está preparando algo especial para celebrarlo?). En esta gala se ha incluido la escena de las lavanderas y el paso a dos hasta la irrupción del Comendador que la repetidora Stella Arauzo, al frente de la responsabilidad artística de la Compañía Antonio Gades, se encarga de revisar. Fuenteovejuna es producto del trabajo sólido de Gades, quien tardaba años en hacer sus coreografías por la perfección que buscaba. Aquí tuvo colaboradores importantes que contribuyeron a que la obra de Lope de Vega se lleve a la danza a través de una eficiente narrativa con el movimiento.
El musicólogo Faustino Núñez y el experto en danzas tradicionales Juanjo Linares, fueron esos importantes eslabones. Núñez colaboró con Gades en la selección musical, donde se enlazan temas populares, como el sobrio Bolero de Algodre, con Mussorsky o temas flamencos que firman Antonio Solera y el propio coreógrafo, además de la colaboración, de nuevo en un ballet, de García Abril. Juanjo Linares estuvo trabajando a su lado, ya como maestro, ya en la puesta en escena de las danzas populares incluidas, como el citado bolero, bailadas como se conservan, aunque con la lógica estilización de movimientos al ser bailarines profesionales sus intérpretes. Son momentos de danzas de raíz que definen la armonía y alegría del pueblo en su cotidianeidad y que se entremezclan en la coreografía con expresiones flamencas y su siempre eficiente zapateado para expresar drama y desesperación, o también tiranía, como cuando irrumpe el Comendador.
De Antonio Ruiz Soler se han incluido Zapateado, de Sarasate, que Fran Velasco hace suyo –aunque el bis debería ser más corto y no obligatorio: Antonio Ruiz Soler, cuando lo bailaba, lo realizaba porque el teatro “se caía” de los aplausos-, y dos obras breves que estilizan los bailes boleros, Eritaña, como apertura, y Puerta de Tierra, también en la misma primera parte, paso a dos de virtuosismo, como la anterior, cuyos encadenados y saltos, además de giros, tienen la velocidad propia de estar realizados por una persona, como Antonio, corta de estatura y debería adaptarse a bailarines altos, caso del luminoso Sergio Bernal. Aunque, eso sí, como los bailarines del Ballet Nacional son la “primera liga” de la danza española de nuestro país, tienen la obligación de trabajar y ensayar para estar perfectos en cualquier rol que se les demande, por muy técnico que sea.

De Eritaña, diríamos que necesita despojarse de las apariciones iniciales de los bailarines sin música, con paso ceremonioso y lento, ya que corta el ritmo, sobre todo cuando se viene de una presentación de la compañía que termina en alto. En ese aspecto, el pase de trajes por los pasillos que ha incluido Najarro como apertura nos parece innecesario, ya que los miembros del Ballet Nacional son bailarines y su lugar es el escenario.
Echamos de menos, por ejemplo, una de las piezas coreográficas de José Antonio como Aires de Villa y Corte. Su Soleá, además, se ha colocado junto a Zapateado, con lo que se canibalizan un poco al ser interpretadas por hombres y llevar un vestuario similar. También, claro, se debía haber incluido a Mariemma: no es excusa que el año pasado se realizase una gala con sus obras; el final de Danza y Tronío hubiese sido perfecto. Entre los posibles colofones, estaría la Jota que Pedro Azorín coreografió en 1983 y que nunca se vio en Madrid. Su hija, Pilar Azorín, le dedicó a su padre la que le encargó Najarro, en 2012, sobre La Dolores, acercándose a aquella. Pero seguro que hubiese participado encantada en una reconstrucción o recuperación en la que podrían haber estado los bailarines que bailaron aquella. El Ministerio de Cultura debería incluir en los presupuestos de la compañías nacionales aquellas necesidades propias de recuperaciones coreográficas, al igual que hay partidas millonarias para reconstruir monumentos o comprar obras de arte para los museos estatales.
En esa línea, ha sido un acierto rescatar el episodio Galicia de Juanjo Linares, procedente del ballet Romance (en el que también participó Pedro Azorín, encargado en 1996 por la dirección que lideró Aurora Pons, con Nana Lorca y Betty), con un invitado especial, como es Eliseo Parra, y sus tres cantoras acompañantes, más un experto gaitero. Es una delicia ese crescendo musical en el que se unen todos al final, dirigidos por Manuel Coves al frente de la Orquesta de la Comunidad de Madrid.
Sobre El baile, parte final del ballet Sorolla, de 2013, coreografía flamenca estilizada realizada por Antonio Najarro, ya dijimos en su momento que el principal problema que muestra es que no es un “grand finale” (y lo mismo sucede con el solo Icaro, creación para un Sergio Bernal que necesita de movimientos más grandes y pausados para poder desplegarse con plenitud, también con un doble final que le resta impacto, a lo que se suma que venimos de la gran orquesta de Ritmos y Danza IX y aquí Dorantes, con la intimidad del piano, hace bajar la adrenalina demasiado). Con un cambio de lugar, Ritmos habría sido un gran colofón.