Estamos acostumbrados hoy en día a que las las puestas en escena de las representaciones operísticas tomen sentidos y direcciones realmente peregrinos. En un arte que, por prinicipio y desde el barroco más temprano, es global, total o conjunto, cualquiera de los términos vale. Y ya lo dejó claro don Ricardo Wagner en sus summas musico-dramáticas-plásticas-coreográficas, en sus dramas musicales, en los que se reunía, en constructiva síntesis, una serie de elementos complementarios; en aquello que él llamaba Gesamt-kunstwerk, que a nosostros nos gusta traducir, como siempre se ha hecho muy lógicamente, «Obra de arte total».
En los primeros tiempos, cuando se llevaba lo del recitar cantando monteverdiano, fue la voz el vehículo fundamental para trasmitir los affetti. Los instrumentos de la orquesta andaban por allí más o menos sugeridos por el compositor, que no aclaraba muchas veces cuáles eran los indicados. Los propios músicos elegían, según conveniencias o disposiciones, el instrumental; y así se iba tirando. En el barroco tardío y el clasicismo las anotaciones fueron ya más precisas, en este y en otros aspectos, pero la línea vocal, con todas sus florituras y sus reglas belcantistas, seguía siendo el factor esencial. Nacieron los divos, que aun existen, aunque de otra manera. El romantcismo continuó potenciando el protagonismo de las cuerdas vocales, bien que el foso fuera creciendo y ganando terreno y convirtiéndose en un ropaje cada vez más denso. Después de todo las bases habian sido puestas en Italia, en donde la voz era primordial, el canto tendido, el sonido maravilloso que produce, con sus posteriores armónicos, algo tan prosaico como un simple frotamiento de dos cartílagos alojados en la laringe. En su viaje hacia el norte de Europa el género fue enriqueciéndose. Wagner recogió la herencia italianizante y la combinó con la de los jóvenes románticos alemanes, Weber o Lortzing entre ellos. Y creó su propio mundo, de una complejidad excepcional, en el que la orquesta había conseguido ya casi equipararse a la voz humana; e incorporó esos otros elementos que hicieron de la ópera un totum nada revolutum. Y claro, el foso se amplió y las orquestas crecieron y crecieron.
Apareció entonces la figura del director musical, que fue adquiriendo una importancia desusada con Von Bülow o Richter y que dejó el camino expedito a personalidades arrasadoras como la de Toscanini. Aunque los cantantes eran todavía fundamentales, pero con mucho menos campo para hacer lo que quisieran de los pentagramas, para ejercitar su fantasía, como hacían antaño en los da capo. Bien que en ocasiones habían sido los mismos creadores los que les daban cancha. Un heredero de Toscanini, Muti, se erigió en tiempos recientes como adalid y representante, como rey del reino de las batutas. Su autoridad era, y es, muy grande. Aún así, no se había roto el equlibrio entre voz, foso y escena. Claro que ésta, hay que reconocerlo, quedaba muchas veces en precario. Había que darle su espacio –nunca mejor dicho- y servir a una de las partes del todo de igual a igual, bien que, al menos en la ópera barroca, clásica, romántica y postromántica, es o debe ser la voz lo primordial; en las dosis convenientes. Roller fue uno de los que, junto a Mahler, en la Ópera de Viena, empezó a abrir de verdad camino. Por esta senda se ha circulado luego. El rector escénico ha ido creciendo de manera impensable y exagerada hasta borrar prácticamente del mapa en algunos casos las demás parcelas, las musicales propiamente dichas: voces, orquesta y batuta.
Situación tan injusta cono la precedente. Tenemos muchos y muy recientes ejemplos en todo el mundo. Por citar uno de ahora mismo y en nuestro suelo, el protagonizado por el director de escena polaco Krzysztof Warlikowski, que ha presentado en el Real su producción de Rey Roger de Szymanowski, estrenada en París hace un par de temporadas y traída a Madrid por quien fue su mentor, el actual responsable artístico del Teatro, Gerard Mortier. En la capital francesa se armó un escándalo, repetido aquí el día 25 de abril. El abucheo fue considerable, aunque no tan monumental como en la Bastille. Desde luego la puesta en escena del travieso e iconoclasta regista –uno de los muchos que hoy hacen de su capa un sayo- es criticable para el firmante, pero no se trata aquí de analizarla –en páginas de la revista aparecerá la crónica correspondiente-, sino de resaltar justamente ese hecho, el de que no se haya hablado prácticamente en ningún medio, y si se ha hecho, con mucho menor relieve, de la parcela musical, básica para entender una obra de por sí abstrusa. Los titulares se han referido casi en exclusiva a la producción escénica y las críticas le han dedicado el mayor espacio. Y es injusto, porque en el foso realizó una labor admirable Paul Daniel, que consiguió de los conjuntos del Teatro altas prestaciones, y las voces mantuvieron un tono digno, encabezadas por un magnífico Mariusz Kwiecien. ¿Cuándo acabará el reinado de estos hombres de teatro, algunos procedentes del cinematógrafo, que se permiten zaherir y traicionar sin vacilar, cambiando cosas en principio inamovibles de música y texto para ofrecer su visión personal en vez de dar, con las licencias admisibles, o buscarlo al menos, el auténtico contenido poético-musical de las óperas?
Arturo Reverter, publicado originalmente en Scherzo