Un buen nivel artístico se exhibió en el estreno de esta producción alquilada al Palau de les Arts. Ya se sabe que Madama Butterfly es una de las obras puccinianas con más carga sentimentaloide y también una de las más rígidas en cuanto a la presentación espacio-temporal. En este sentido, Emilio López, el director de escena, se atreve a dar una propuesta por lo menos diferente y hasta cierto punto interesante. En el breve preludio del primer acto vemos la proyección de unos aviones de guerra que dan paso a la arquetípica casita japonesa con paredes correderas en el florecimiento primaveral. Al inicio del segundo acto se suceden imágenes de una explosión atómica, recordándonos que la protagonista vive en las colinas de Nagasaki y a continuación vemos una escenografía, muy bien realizada, de tierra arrasada, acorde a la destrucción interior de Cio-Cio-San. Hace más de tres años que Pinkerton ha partido y las cuentas no cuadran, puesto que la explosión atómica en la ciudad japonesa tiene una fecha concreta (9 de agosto de 1945) y sería muy improbable que los Estados Unidos tuviesen un cónsul, Sharpless, en plena guerra con Japón. Haciendo la vista gorda a este detalle, la propuesta de López es, como ya dije, sugerente y suma al golpe emocional que la música y el libreto ya tienen. Mientras el vestuario no aporta nada que no se haya visto y el diseño de iluminación abusa de los seguidores en una ambiente demasiado oscuro casi siempre, las proyecciones de vídeos resultan de primordial importancia para conferir a la propuesta, con mayor o menor acierto, la pátina de originalidad.
El punto más flaco fue en la dirección de actores. Butterfly requiere de muchos detalles para lograr un dibujo claro de los personajes. Ainhoa Arteta cantó con la pasión de una muchacha enamorada y aferrada a la única opción que puede ver. Medias voces y el bello timbre que le caracteriza caldearon el ambiente hasta recibir una cerrada ovación tras el sentido “Un bel dì vedremo”. Una mayor delicadeza en la interpretación escénica podría hacerle ganar mucho, como paso con la Suzuki de Cristina Faus, que además de cantarla con la emotividad vocal en su justa medida aúna unos andares y movimientos acordes a su cultura. El tenor argentino Marcelo Puente tiene un instrumento potente, grato de escuchar a pesar de una emisión de las notas agudas un tanto anómala. El Sharpless del barítono Gabriel Bermúdez fue, a pesar de su soltura, gris. La orquesta y sus compañeros “taparon” con frecuencia sus intervenciones. El resto del elenco sin sorpresas y cumplidores en la parte escénica. El Coro Verum proporcionó la limpieza de atmósferas asociadas a sus intervenciones y la Orquesta Sinfónica Verum mostró la paleta acústica necesaria para una representación digna. El director musical, Giuseppe Finzi, se esmeró en una interpretación cálida, a veces con un volumen que no beneficiaba a los cantantes. El público aplaudió a todos con entusiasmo, demostrando lo mucho que gusta esta ópera y la sed de lírica que hay en verano.
Federico Figueroa