El director de orquesta venezolano Gustavo Dudamel, al frente de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles, conjunto que dirige desde 2009, llega a Seattle (EEUU) con la Novena Sinfonía de Gustav Mahler, como parte su gira por la costa oeste del país.
Gustavo Dudamel está de moda: este año se convertirá en el director más joven en dirigir la Filarmónica de Viena en el tradicional Concierto de Año Nuevo, y prepara una jugosa gira europea en verano de 2017 con la Filarmónica de Berlín.
La Sinfonía Nº 9 de Gustav Mahler es una obra fetiche de la Sinfónica de Los Ángeles. Muchos aficionados saben que fue llevada al disco con estos mismos intérpretes en 2013 por la Deutsche Grammophon. El pasado viernes, tuvimos la oportunidad de disfrutar de ellos en directo en la Sala Benaroya de Seattle.
En el primer movimiento, descubrimos bellos ribetes en las fanfarrias de las trompas, así como circunspectos arabescos en los chelos.Como se deshacen los árboles en Seattle por melancolía del verano, las notas emergieron de la Filarmónica de Los Ángeles con una precisión natural. A los mandos de la populosa orquesta prescrita por Mahler, Dudamel mezcló con embrujo las diversas capas orquestales para lograr el fulgor oceánico y acrisolado de sus tutti. Es difícil hablar de música cuando se recuerda cómo aquel magma arrasador se contraía hasta ser una gota de agua imperceptible, y la orquesta sonaba camerística, como en un susurro furtivo. Tras uno de esos momentos, por sorpresa, treinta violines y dos arpas clavaron una corchea a un tiempo, y la nota quedó enganchada, sonora y perdida para siempre, como a la deriva, en la memoria de los presentes.
Más tarde, en el primer movimiento, el viento metal, en una mezcla inexacta de soberbia y patetismo, articulaba apenas una danza macabra. La famosa inminencia de la muerte, que muchos intuyen en esta música, bajo la batuta de Dudamel, sonó más bien como un suspiro vespertino, como el pellizco cansado de la noche antes de ceder al sueño, una hoja menos en el ramaje agostado. Pero no como su final, o su momento supremo.
Detectamos pruebas de la vitalidad que los profesores de la Filarmónica de Los Ángeles imprimieron a su interpretación del primer movimiento, como el breve dúo entre la trompa (Andrew Bain) y la flauta (Catherine Ransom). Ambos disfrutaron de un escarceo inocente, mientras las cuerdas se desplegaban en una línea llena de lirismo. La música parecía recordar uno de esos amores iniciáticos, que llegan siempre en lo más íntimo de la oscuridad. Dos intervenciones solistas de relieve de la flauta (Denis Bouriakov) y el concertino (Martin Chalifour) cerraron un evocador primer movimiento, dejando en el aire una atmósfera nocturnal.
La vida regresó de nuevo, enriquecida de los perfumes chispeantes del comienzo montuno del segundo movimiento. Aquí, Dudamel se permitió algo más de ligereza en los tempi, scherzando a placer, tal vez de manera algo descreída. Entonces, atestiguamos la ductilidad de la orquesta, su certera dicción y la calidad tímbrica de cada familia instrumental. Juntos, los músicos de la Filarmónica de Los Ángeles parecen uno; pero cada cual se revela en su faceta única, como el hilo anónimo, pero imprescindible de una tela inconsútil. Baste como ejemplo la primera viola, Carrie Denis: garantía de precisión, solícita a las direcciones de Dudamel, pero esperando agazapada a brillar cuando la partitura le deparaba una escala vistosa o un grupeto distinguido.
Sin darnos cuenta, engolfados como estamos en los trinos de oboes y fagotes, caímos hipnotizados por una danza de arcos, volutas y destellos metálicos. Porque la Filarmónica de Los Ángeles también se disfruta con la vista, por el entusiasmo de sus integrantes.
Llegó el tercer movimiento, y Dudamel aceleraba en el rondo-burleske (acaso demasiado). Pero los matices no desaparecieron, sino que se sucedían con nerviosa obstinación. Las cuerdas entonaronn después un himno a tres voces, mientras el viento les servía de guía y eco a un tiempo. Las arpas desgarraron con sus escalas el velo de lo burlesco y, bajo el mismo tema principal, una atmósfera más densa alumbraba tonos disonantes, como anunciando un fin de fiesta. En los compases finales del tercer movimiento (Sehr trotzig), la orquesta se erigió en virtuoso solista, para dejar a los asistentes sin respiración.
Queda claro que el éxito de la interpretación del conjunto de Los Ángeles se debe, en gran parte, a su manera para llevar al que escucha a través de diferentes paisajes psicológicos, sin que seamos capaces de percibir ninguna brecha entre ellos. El lujo y la riqueza tímbrica de la orquesta distraen. La belleza detiene, que diría Fernando Savater.
La primera parte del cuarto, y último movimiento de la sinfonía, fue una oración de agradecimiento para cuerdas, de un romanticismo disconforme y alienado: algo así como la sabiduría infantilizada. Dio la impresión de que la música quisiera huir de su belleza desproporcionada, un delirio intelectual hecho brizna de hierba a merced del otoño.
Se intuye que un artista ha alcanzado la madurez cuando no puede evitar que su quehacer más mecánico se convierta en manifiesto, en una comunicación efectiva de la persona con la eternidad. También Dudamel parece estar inmerso en una primera madurez artística, sin perder su carácter apasionado y caribe. Su cuarto movimiento de la Novena de Mahler es solar y positivo, más onírico que reflexivo o espiritual. Esta música, como parece entenderla Dudamel, no ansía vida ni anticipa muerte, sino que busca tiempo inagotable; como el cuarto movimiento busca al primero, y como Mahler buscó de nuevo en su Décima sinfonía, hasta que el tiempo se separó de su arte.
El viernes pasado, al final del cuarto movimiento, los silencios se alargaron y el sonido se fue diluyendo en el espacio. Paradójicamente, en esos momentos, el silencio es lo principal: la respuesta natural a toda pregunta, el siguiente paso lógico, el precipicio irresistible. Y tras el silencio, la mayor ovación del año en Seattle. Totalmente merecida.
Carlos Javier López