Me dan ganas de empezar la reseña con la manida frase del periodismo deportivo argentino “El enganche está en extinción”. El enganche no es otra cosa que el número 10 de un equipo de fútbol. Según la teoría clásica, es el jugador que se sitúa entre los centrocampistas y los delanteros, sirviendo de enlace entre ambos, ya sea recuperando balones perdidos en el área del adversario, como (y esto parece ser lo más importante) generando el juego ofensivo hasta los últimos pases antes de que el delantero busque el gol o incluso probando suerte él mismo. A los lectores que gusten del fútbol, les habrá resultado innecesaria la explicación, pues son conscientes no sólo de lo que es un enganche o mediapunta, sino que también conocerán la controversia que desde hace años gira en torno a su paulatina desaparición en las tácticas actuales, pues hoy, además de ganar el partido, se busca sobre todo otro tipo de espectáculo. He de confesarles que de todo esto acabo de enterarme gracias a Ricardo Piglia.
No se asusten, seguimos en Operaword… También en la ópera las reglas del juego han cambiado, aunque en este caso no esté tan claro qué tipo de espectáculo se quiere ofrecer: son muchas las veces que debemos conformarnos, a lo sumo, con la corrección de un trabajo profesional y renunciar a la legítima aspiración de disfrutar de un espectáculo que alcance cotas acordes a la propia naturaleza de su género, que son la excepcionalidad y la excelencia.
En la función del día 14 de enero, la pareja protagonista corrió a cargo de Ermonela Jaho y Matthew Polenzani. A pesar de no poseer un timbre grato, es innegable que el tenor cuenta con una técnica muy solvente -merece ser elogiado su dominio de dinámicas entre el pianissimo y el mezzoforte- y un sentido musical notable, especialmente dotado para las expresión de sentimientos conmovedores y para el canto melancólico, como pudo demostrar en el aria “En fermant les yeux”, justamente ovacionada. Sin embargo, desde la escena de Saint-Sulpice hasta el final de la ópera, no pasó de lo correcto, como era de esperar en un tenor cuyas condiciones todavía están más cerca del belcanto o de Mozart que de los héroes líricos de Massenet.
Jaho es una cantante bastante más irregular, con notables problemas en la afinación en las medias voces en la zona aguda (de los que está llena la partitura de Massenet), como quedó de manifiesto ya desde la escena de presentación del primer acto y sobre todo en la gavota del tercer acto, entre otros pasajes. Algo mejor en la escena de Saint-Sulpice, no es hasta el acto de Hôtel de Transylvanie en que la soprano nos muestra lo mejor de ella misma como cantante, a pesar de que ello no fuera suficientemente brillante. El último acto, que no presenta especiales exigencias canoras, fue resuelto con una interpretación escénica primaria y convencional que deslucía los logros conseguidos hasta el momento por la cantante que sí cuenta con el physique de rôle. En cualquier caso, no parece justo endilgarle a la soprano la responsabilidad -o al menos no toda-, pues no se apreciaba casi ninguna diferencia en lo que respecta a la interpretación escénica entre Ermonela Jaho y Aylin Perez (quien cantó las dos últimas de las siete funciones programadas), por lo que seguramente se trate de una decisión del director de escena. O de una falta de decisión, que también sería posible.
Con una voz más regular en emisión, más segura en la afinación (a pesar de algunas notorias notas falsas, como el agudo que corona la entrada de Manon en Cours-la-Reine) pero menos precisa en los pasajes de agilidad, la soprano estadounidense Aylin Perez salvó la papeleta, aunque tampoco superara lo correcto. Es de justicia destacar que Polenzani echó más carne en el asador en la primera función con Pérez, en un acercamiento al papel al estilo de Henry Legay o Alain Vanzo, aunque no llegando a las excelencias de este último.
Entre los secundarios, merece ser destacado Audun Iversen, en el papel del primo Lescaut: voz fresca y de color homogéneo; Christophe Mortagne (como Guillot de Monfortaine) dio buena cuenta de ser un especialista en los papeles de carácter del repertorio francés. La contratación de William Shimell para un papel tan exiguo como el de De Brétigny queda justificada aunque sólo sea por la sensualidad que rezuma en la frase “Vous serez reine par la beauté! Ecoutez-moi!”. Perfectamente empastadas y precisas las voces de las coquetas Javotte (Rachel Kelly), Poussette (Simona Mihai) y Rosette (Nadezhda Karyazina).
Como es costumbre en el teatro de Covent Garden, lo mejor vino de la mano de la orquesta dirigida Emmanuel Villaume, quien sabe materializar la riqueza colorista propia del estilo de Massenet. Quizás lo más destacable fuera una cuidadosa concertación de todas las escenas, incluyendo las menos relevantes de la obra, que suelen presentar mayores dificultades a ese respecto, como la primera escena del primer acto.
La puesta en escena corrió a cargo del director francés Laurance Pelly, frecuente invitado de la ROH. En éste, como en la mayoría de sus trabajos que ha presenciado quien escribe, se manifiestan tres pecados imperdonables: falta de unidad, tiempos muertos y superficialidad. Pero vayamos por partes… Como es bien sabido, el acción de Manon Lescaut originalmente transcurre durante el s. XVIII. En esta ocasión, se nos vende que está trasladada a la época en que Massenet compuso la obra (1884). Sin embargo, en realidad, esto sólo se cumple en un acto y en otra escena: a saber, la primera escena con coro del primer acto y en el tercer acto. El resto de la ópera está ambientada en épocas diferentes: el segundo acto podría situarse entre 1920 y 1940, el acto IV es una fiesta clandestina de los años 50 y el último acto podríamos decir que es intemporal. Al menos, es lo que cualquiera podría deducir de los diseños de vestuario (firmados por el propio Pelly y quizás lo más destacable de la parte estética de la producción); no de la escenografía, que pretende ser a la vez evocadora e intemporal, pero que termina resultando poco eficaz y que incluso presenta un acabado de realización hasta cierto punto ramplón. Y no creo que se sufriera de problemas de presupuesto, pues se trata de una coproducción entre el Met, la Scala, el Capitole de Toulouse y la ROH… Parece que hace falta recordar que todo lo que se coloca encima de un escenario (incluyendo a los intérpretes) debería parecer más de lo que es ¡y no menos!
Desarrollar una obra en diferentes épocas no debería extrañar hoy día a nadie y puede llegar a ser una solución muy adecuada para ciertos títulos; ahora bien,¿qué vuelta de tuerca se plantea a la obra con estos cambios de ambientación en concreto? ¿Con ellos se arrojan acaso nuevas claves interpretativas de la obra? No lo parece. Da la sensación, más bien, de que no exista justificación dramatúrgica alguna y que el criterio fuera completamente arbitrario. Quizás simplemente las estéticas elegidas han sido así articuladas en tanto que resultan fácilmente asumibles para la mayoría del público, puesto que forman parte de repertorio icónico de cierto bagaje común del consumidor de productos culturales en Occidente. Todos somos capaces de reconocer un paseo por el Sena con personajes de la Belle Époque gracias a la pintura finisecular del XIX, al igual que nos resulta familiar un casino clandestino de los años 40 o 50 por el cine negro y por las películas de serie B protagonizadas por rubias peligrosas que terminan enamorando a un hombre que siempre debiera ser -y nunca es- Humphrey Bogart. Ahora bien, una solución tal, sin una lectura dramática específica, perjudica a la propuesta por cuanto no existe ningún eje vertebrador que le dé unidad. Como consecuencia, uno siente estar contemplando un batiburrillo de cosas inconexas y superficiales, sin un discurso reconocible. Y es que, en cierta medida, esa falta de unidad no es más que una consecuencia adicional del grave problema de fondo de esta producción: estamos ante un acercamiento simplista y superficial que puede llegar a resultar desconcertante e incluso hasta ridículo.
Permítanme que ponga dos ejemplo: acto II, en la habitación del apartamento en París. Todo transcurre con meridiana claridad hasta el momento en que De Brétigny advierte a Manon que esa misma noche De Grieux será secuestrado por orden de su propio padre. Tras esta escena, desde el momento en que la heroína cantan su adiós a las cosas sencillas descubiertas junto al amante al que ha decidido abandonar por una vida de lujo, debería resultarnos patente la duda que surge en ella cuando poco después De Grieux le describe el tipo de vida amable que sueña para ambos. Es esa duda la que provoca que Manon intente retener arrebatadamente en la habitación a De Grieux y evitar así su secuestro. En la producción de Pelly no se huele por ninguna parte la duda de Manon. ¿Y por qué resulta tan importante esta duda en el desarrollo de la trama? La respuesta se antoja sencilla: ella seguirá albergando la duda durante años, a pesar de haber alcanzado la riqueza y el lujo que deseaba; por ello, cuando se entera de que De Grieux ha decidido consagrarse como sacerdote, no duda en plantarse en el seminario de Saint-Sulpice, porque no puede aceptar que su amante haya olvidado lo que ella significó. ¡Y es este el núcleo de la obra! Manon es un retrato de quien, buscando desesperadamente aumentar el valor de su existencia por la acumulación, se encuentra con el amor poniendo patas arriba todas sus ideas y creencias, y descubriendo que el valor de su existencia está ella misma (lo cual no entenderá de veras hasta el final de la obra). Esta ópera está compuesta fundamentalmente de esas zozobras, de caprichos, de temores, del dolor de la pérdida, de decisiones inesperadas -erráticas y acertadas a la vez- y de giros inesperados de la fortuna. ¿Cómo vamos a empatizar con la suerte del Manon si no entran en juego en la puesta en escena estos elementos?¿Cómo vamos a emocionarnos con una propuesta escénica adocenada y convencional donde los personajes no parecen que avancen por los intenciones, los intereses y las reacciones que se entretejen entre drama y trama, sino porque simplemente así lo dicta el libreto?
Con estos mimbres resulta comprensible que al menos en las dos funciones a las que acudí, los asistentes se hayan reído en el momento más intenso y pasional de la obra (el dúo de Saint-Sulpice), lo cual vendría a resultar tan ridículo como si el público de una función de “Un tranvía llamado deseo” se carcajeara en el momento en que Blanche DuBois es violada por su cuñado polaco. El efecto cómico es causado por la falta de autenticidad con que Pelly nos sirve la obra. Alguno se preguntará si acaso pueda existir alguna fórmula que nos haga verosímil un dúo de cinco minuto en el que un hombre echa por la borda sus años de lucha interna y cede a la pasión con una mujer que lo ha engañado y abandonado. Así planteado, parece bastante complicado de lograr, pero es esa precisamente la labor del director de escena: buscar el lenguaje adecuado (dentro de los límites que permite la convención teatral del género) para que sí sea verosímil la gran insensatez de De Grieux y se produzca así el efecto que persigue la música de Massenet. De lo contrario, la escena no pasará de ser el calentón de un cura cualquiera… Y a estas alturas, eso ya sólo provoca risa. Por eso, a este paso, con la tibieza con que nos tienen acostumbrados algunos régisseur que se esconden tras fórmulas políticamente correctas, que no molestan a nadie y que son soberanamente insulsas, acabaremos prefiriendo quedándonos en casa escuchando la grabación de Manon de Victoria de los Ángeles y Nicolai Gedda… donde al menos se canta… ¡Y de qué manera!
¿Cuál es el enganche que está extinguiéndose en la ópera? ¿Las grandes voces como las del pasado? Es posible. En Londres, parecen seguir conformándose con lo meramente correcto, con lo plebiscitado por los sellos discográficos y las portadas de las revistas líricas o las recomendaciones de algunas agencias de cantantes más preocupadas en cobrar comisiones que en el progresivo y adecuado desarrollo vocal de los cantantes a los que representan. ¿Puestas de escena que sepan hacernos presente el drama que se representa? Sin duda, hacen falta directores que se tomen en serio el género y no se dedique únicamente a poner un moño aquí y una pamela allá. ¿Directores de orquesta capaces de levantar el vuelo a estas obras? Por supuesto, y de éstos, muchos recalan aquí en Londres. Como cantaba Germán Coppini “Malos tiempos para la lírica”… En Londres, son tan correctos como aburridos los tiempos de la lírica…
Raúl Asenjo
Manon, ópera cómica en cinco actos.
Música: Jules Massenet
Libreto: Henri Meihac y Philippe Gille, basado en la novela del Abad Prévost «L’histoire du chevalier Des Grieux et de Manon Lescaut»
Director de orquesta: Emmanuel Villaume
Director de escena: Laurent Pelly
Responsable de reposición: Christian Räth
Diseño de escenografía: Chantal Thomas
Diseño de vestuario: Laurent Pelly
Ayudante de vestuario: Jean-Jacques Delmotte
Diseño de luces: Joël Adam
Coreografía: Lionel Hoche
Coro de la Royal Opera House
Director de coro: Renato Balsadonna
Orquesta de la Royal Opera House
Maestro concertador: Peter Manning
Manon: Ermonela Jaho y Ailyn Perez
De Grieux: Matthew Polenzani
Lescaut: Audun Iversen
Guillot de Morfontaine: Christophe Mortagne
De Brétigny: William Shimell
Le Comte Des Grieux: Alastair Miles
Poussette: Simona Mihai
Javotte: Rachel Kelly
Rosette: Nadezhda Karyazina
Posadero: Lynton Black
Dos soldados: Elliot Goldie y Donaldson Bell