Uno de los puntos de mayor interés en este viaje a Berlín era esta representación de Tristán e Isolda, que contaba sobre el papel con un reparto auténticamente estelar. En este aspecto vocal el resultado ha cubierto las mejores expectativas, no habiendo estado a la misma altura la parte musical y sobre todo la escénica.
Se reponía la producción del británico Graham Vick, que se estrenó aquí hace 5 años y fue recibida con una lluvia de abucheos, que, seguramente, le habrían producido un placer sublime. Hoy estamos acostumbrados a que el director de escena se tome enormes grados de libertad, lo que me parece perfectamente adecuado, ya que su labor no es otra que la de narrar la historia desde su propia visión y con la intención – en muchos casos loable –de hacer la trama más comprensible para el público de hoy. Lo que un director de escena debería tener siempre presente es que hay dos elementos intocables en una ópera, que son el libreto y la música, a los cuales tiene que servir su labor. Cuando un director de escena no se pone al servicio de la ópera, sino que prescinde de ella, está asumiendo un rol protagonista que no le corresponde. Y esto es exactamente lo que ocurre en los últimos tiempos con el británico Graham Vick, quien con tantos homenajes y alabanzas por parte de los llamados críticos de vanguardia, ha debido de llegar a convencerse de que el auténtico genio no es Wagner sino él.
Graham Vick se basa en una escenografía de Paul Brown, que es única a lo largo de los tres actos, ofreciendo una gran sala dividida por una pared, con un gran ventanal en el centro y habitaciones a los lados. En cada uno de los actos no cambia sino la disposición de la pared divisoria, o por mejor decir el ángulo en que se nos ofrece la misma. En la parte próxima al espectador tenemos una gran sala en los tres actos, con la presencia permanente de un ataúd. En la parte que podemos llamar exterior deambulan personajes que nada tiene que ver con la ópera. El vestuario se debe al mismo Paul Brown y está traído a tiempos actuales, aunque no se habrá roto la cabeza para diseñar el “no vestuario” de algunos figurantes.
Hay producciones escénicas que a uno le hacen pensar, pero lo deseable es que sea al acabar la representación, ya que, si lo que se ofrece en escena, resulta incomprensible, existe el riesgo evidente de que el espectador desvíe su atención de la música, y eso es lo peor que puede hacer un director de escena. Suponiendo que Graham Vick haya hecho una producción llena de símbolos, uno se pregunta qué es lo que quiere decir y no encuentra respuestas. Haría falta un auténtico tratado del regista en algún sitio para llegar a adivinar sus ideas. ¿Es realmente inteligente un director de escena a quien no se le entiende? Quizá sea un genio, pero su inteligencia deja mucho que desear.
En el primer acto Graham Vick no tiene mejor idea que tener siempre en escena a Tristán, aunque no canta hasta el final, y también al Rey Marke, éste sentado en una butaca, de la que se levantará en los últimos compases para recibir a la Princesa de Irlanda. ¿Qué significado tiene una joven desnuda deambulando por la sala? ¿Por qué hay un ataúd siempre en escena? ¿Qué significa un niño haciendo barcos de papel, a quien se lo lleva fuera la joven en porretas? ¿Qué pinta una joven ataviada con velo y portando una maleta, que se esconde tras el sofá de Tristán? ¿Quién es la viuda de negro que coloca flores en el ataúd? ¿Qué aporta a la historia que la pareja protagonista se inyecte heroína en vena en lugar de beber el filtro de amor? ¿Qué significa en el segundo acto un joven desnudo cavando una fosa? ¿Y la joven desnuda que se pasea por la escena para sentarse en una butaca a ver a los enamorados para retirarse a continuación? ¿Y la misma joven y con el mismo atuendo, pero apoyada en el quicio de la puerta de la habitación, durante la última media hora del segundo acto? ¿Es un hallazgo que Tristán este recluido en el último acto en una especie de asilo de ancianos, con signos evidentes de parkinson? ¿Y que Tristán no muera en brazos de Isolde, sino que simplemente se vaya, hasta el punto de cantar su última frase, no en brazos de Isolde sino en interno? ¿Qué profunda idea hay detrás de que aparentemente Isolde no llegue a Kareol, sino que también parece vivir en el asilo? Siempre he creído que Isolde muere de amor ante el cadáver de su amado. Aquí no. Simplemente, Isolde se va, aunque no puedo descartar que quienes le acompañan no sean sino La Santa Compaña. No hay que olvidar que Graham Vick fue objeto de un homenaje en La Coruña, al que asistí, y alguien le debió de hablar de las leyendas gallegas.
Hace tres años tuve la oportunidad de ver esta producción y como entonces ha estado en el podio de la Deutsche Oper su titular, el escocés Donald Runnicles. Su dirección me ha resultado menos convincente que entonces. Lo mejor y más inspirado por su parte ha sido el segundo acto, mientras que en los actos I y III su dirección me ha resultado menos convincente. En los actos mencionados hubo en muchos casos exceso de volumen orquestal y una cierta falta de aliento, además de haber alargado los tiempos. No sé si el motivo de que ahora su dirección me haya resultado menos convincente ha tenido que ver con el hecho de coincidir en el tiempo con la Tetralogía que está dirigiendo estos días Barenboim. La verdad es que, siendo Donald Runnicles un gran director, no llega a la altura de algunos de los excepcionales que hoy existen en el mundo de la ópera. La Orquesta de la Deutche Oper me resultó mucho mejor que el día anterior en el Rapto en el Serrallo. No es la Staatskapelle, pero si una gran orquesta. Cumplió con su breve cometido en el primer acto el Coro de la Deutsche Oper.
Nunca ha habido muchos tenores capaces de enfrentarse a la parte de Tristán y hoy no es una excepción a la regla. El americano Stephen Gould es un tenor poderoso, con una voz atractiva y que está aquí al límite de sus posibilidades. Su inhumano monólogo del tercer acto casi le supera. Ante un tenor que es capaz de superar tan terrible prueba no hay más remedio que mostrar admiración.
La soprano sueca Nina Stemme fue la gran triunfadora de la noche en la parte de Isolde. Hoy no admite comparación con ninguna de sus colegas. Está en otra galaxia, teniendo el inconveniente de que, habiendo visto y escuchado su Isolda, la vara de medir queda muy alta para futuras comparaciones. Fue una Isolda espectacular en todos los sentidos.
El veterano Matti Salminen fue una vez más el Rey Marke y a sus 73 años dio toda una lección de canto en el monólogo del segundo acto. La voz mantiene una firmeza y una frescura impropias de su edad y consiguió además llevar la emoción a la sala. Se cumplían 40 años de su debut en este teatro y fue objeto al final de un merecido homenaje.
El barítono americano Ryan McKinny fue Kurwenal, sustituyendo a Iain Paterson. La voz tiene calidad y poderío suficiente y lo hizo de manera satisfactoria. En momentos fue perjudicado por el exceso de sonido que salía del foso.
Jörg Schörner fue un adecuado Melot. Lo hizo bien el veterano Peter Maus como Pastor. Irreprochable el Timonel de Seth Carico en el primer acto. Correcto Attilio Glasser como Joven Marinero.
La Deutsche Oper ofrecía una ocupación de alrededor del 95 % de su aforo. El público mostró su entusiasmo en los saludos finales, especialmente con Nina Stemme y Matti Salminen.
La representación comenzó puntualmente y tuvo una duración de 5 horas y 3 minutos, incluyendo dos intermedios. Duración musical de 3 hora y 50 minutos, lo que significa 13 minutos más que la que ofreció el propio Runnicles hace 3 años. Trece minutos de ovaciones, incluyendo el mencionado homenaje a Matti Salminen. El precio de la localidad más cara era de 130 euros, costando la más barata 41 euros.
José M. Irurzun