Un año más arrancaba puntual a su cita la nueva edición del ‘Outono lírico’ organizado por la Asociación de amigos de la ópera viguesa. Un breve pero reconfortante oasis en medio de esta travesía en el desierto que experimenta, desgraciadamente, desde hace bastante tiempo, la programación cultural de la ciudad olívica en el apartado operístico. El denodado esfuerzo y dedicación de la junta directiva de la AAOV, unidas al conocimiento y el ingenio de sus integrantes, permiten sacar verdadero petróleo de las escasas subvenciones que reciben, para presentar una programación diversa que, en esta ocasión, además de los habituales ciclos de proyecciones y conferencias, incluye la representación del Nabucco verdiano y Los pescadores de perlas de George Bizet. Un ejemplo de optimización de recursos, haciendo de la necesidad virtud; algo no tan habitual, pese a los tiempos que vivimos, y de lo que podrían tomar nota muchas otras temporadas y festivales con más posibilidades.
La permanente popularidad de Nabucco con sus archifamosos coros confirmó su atractivo para un público que agotó las localidades, semanas antes del estreno del pasado nueve de octubre. Producciones Telón, bajo la dirección escénica de Ignacio García y David Martel y con la escenografía y vestuarios de Alejandro Contreras y Ana Ramos, respectivamente, anunciaban una propuesta actualizada del conflicto político-religioso presente en el libretto de Temistocle Solera, situando la acción en las ruinas de la moderna Palmira, con la guerra Siria como principal argumento. La que, en un principio, parecía una arriesgada iniciativa, se reveló, sin embargo, singular, capaz de solventar en parte las inconsistencias propias del texto original y presentar una visión coherente y, especialmente, respetuosa con la concepción dramática y escénica de la Ópera de Verdi. La innumerable presencia de pantallas que, en todo momento, nos muestran la crónica bélica, a través de imágenes, boletines televisivos y redes sociales, resultó un elemento integrador, capaz de incorporar al público como personaje pasivo a la acción y de reforzar el mensaje de expiación y redención presente en la obra, así como de los riesgos del mesianismo religioso. Sobresaliente, en este apartado, la tarea realizada por David Martel en la dirección escénica de coro y solistas, siempre al servicio de una idónea articulación dramática y detallada caracterización de los personajes.
Azares del destino, si en el último Nabucco presentado por la AAOV en el año 83 era el barítono local, Sergio de Salas el encargado de encarnar al rey asirio, en esta ocasión, asumía el papel principal Luis Cansino, otro cantante de origen vigués (aunque nacido en Madrid). El primer gran rol para barítono verdiano exige un intérprete de voz dúctil y amplio registro, capaz de asumir la doble condición de enérgico guerrero y padre maltrecho y desdichado (en esta ocasión en silla de ruedas). Cansino mostró ambas facetas, probando su reconocida experiencia sobre el escenario y brilló notablemente en el apartado vocal, pero no menos en el teatral, culminando con gran reconocimiento la exigente escena y aria del cuarto acto.
Maribel Ortega es, sin duda, la Abigaille española del momento. La soprano andaluza defendió con soltura la endiablada parte escrita para la Strepponi, una dramática d’agilitá con el necesario slancio, que ha de solventar coloraturas, endiablados saltos interválicos, bruscos tránsitos del registro agudo al grave y repetidos ascensos al do5. Su voz resonó enérgica y con mordiente en la sala del García Barbón, regalando al final de la obra una cuidada mezza voce en Su me morente. Los dos amantes descollaron, también, en sus breves cometidos. María Luisa Corbacho resultó todo un lujo como Fenena, mientras que Javier Agulló, de emisión noble e instrumento vibrante y bien proyectado, convenció como Ismaele. El sumo sacerdote hebreo, Zaccaria, fue resuelto por un José Antonio García, que ya desde su cavatina D’Eggito là sui lidi recibió numerosos aplausos. Completaban el apartado vocal Ángel Rodríguez, Pablo Carballido y, muy especialmente, la soprano Marina Penas, joven promesa gallega, que supo demostrar enormes cualidades pese a las escasas oportunidades que le proporcionó su intervención como Anna, merced a una espléndida técnica y un bello timbre. Un nombre al que habrá que prestar atención.
La orquesta 430 cosechó unánimes halagos al final de la representación. La joven formación viguesa ha ido alcanzando progresiva madurez, equilibrio y solidez en su desempeño operístico. Gran parte de este mérito reside en la espléndida labor que cada temporada viene desarrollando el director Francisco A. Moya. Su dirección se reveló impecable, procurando, en todo momento, el necesario balance sonoro foso-escena y resolviendo con precisión momentos de comprometido ajuste como los numerosos ensembles y, especialmente, los concertantes Mio furor non piu costretto o S’appressan gl’istanti. El bis del Va pensiero premió la entrega y el esfuerzo realizado por el coro Gli Apassionati.
Joaquín Gómez