Nicola Benedetti Por Germán García Tomás
Si hay una obra de Sir Edward Elgar que se programa año tras año en las salas de concierto, aparte de las Variaciones Enigma, esa obra es el Concierto para violonchelo en mi menor op. 85, todo un símbolo expresivo en la carrera de la malograda Jacqueline Du Pré, una solista que ayudó a popularizarlo convirtiéndolo en uno de sus mayores caballos de batalla, como se muestra en la famosa y polémica película que glosaba su figura, Hillary y Jackie. Pieza no menos grabada en disco, hace unos pocos años se encargó de aumentar la inmensa nómina de registros para Decca la talentosa solista alemana Alisa Weilerstein.
Ahora el sello de la Universal ha hecho lo propio con la partitura concertante del compositor británico que goza de menos fama y popularidad, en comparación con su compañera para chelo. Se trata del Concierto para violín en si menor op. 61, estrenado en Londres en 1910 por el también compositor, y violinista, como también lo era Elgar, Fritz Kreisler, dedicatario del mismo. El catálogo de grabaciones en este caso no tiene nada que envidiar al op. 85, pues tenemos contabilizadas hasta un total de 34, desde la histórica grabación acústica pero truncada realizada por Columbia y protagonizada por Albert Sammons bajo la batuta de Sir Henry Wood fechada en 1916, que nos aporta escasa fidelidad a la partitura original por las limitaciones técnicas de los procesos de grabación de principios del siglo XX y que llevaría hasta la primera toma completa de la obra en 1929 de nuevo con Sammons y Wood. A esta siguió tres años más tarde la no menos digna de interés para His Master’s Voice (La Voz de su Amo) del propio Elgar con un adolescente Yehudi Menuhin como solista (que iba a ser la proyectada grabación con el propio Kreisler, que se negó a realizarla por contar con la batuta del compositor). Desde entonces, la lista de violinistas que se vieron capaces de enfrentarse a esta obra no paró de crecer, luciendo nombres como los de Jascha Heifetz, Pinchas Zukerman, Kyung-Wha Chung, Ida Haendel, Itzhak Perlman, Salvatore Accardo y un larguísimo etcétera.
Como dato curioso, de esas 34 grabaciones en estudio, 6 han sido realizadas con la London Philharmonic Orchestra, desde la de Alfredo Campoli con Sir Adrian Boult de 1954 hasta la de Nigel Kennedy con Vernon Handley de 1984. Con el presente y más actual registro, la orquesta londinense vuelve a acumular un nuevo acercamiento a una de las obras técnicamente más exigentes y de mayor duración para el instrumento rey de la cuerda que, pese a sus ciertas experimentaciones formales, bebe de la tradición, poniendo la mirada principalmente en Brahms y Bruch, aunque quizá lejanamente también en Dvorak. Y lo hace de la mano de la violinista Nicola Benedetti (Irvine, Reino Unido, 1987), que ha lanzado este álbum consagrado exclusivamente a Edward Elgar primero en formato digital, en este nuevo orden mundial ya implantado en el campo de las grabaciones discográficas y/o acústicas al que sólo nos dan acceso a la crítica, y más tarde en soporte físico.
Escuchando la introducción orquestal del Allegro inicial a los músicos ingleses comandados por el ruso Vladimir Jurowski uno piensa enseguida que se encuentra ante una más que digna nueva grabación del concierto violinístico de Elgar, pero, eso sí, sin la impulsividad e ímpetu arrollador que caracteriza a otras batutas, aunque el compacto sonido de la formación británica es sencillamente exquisito en cuanto a planos y timbres (especialmente el de los bronces, tan importantes y determinantes en este compositor), pues la tradición corre por las venas de esta orquesta centenaria. Así, el popular tema “Windflower”, asociado a Alice Stuart-Wortley, una de las supuestas retratadas en este caudaloso concierto, suena noble y heroico bajo la batuta de Jurowski, siempre precisa, diligente y servicial en el acompañamiento.
Porque lo de Nicola Benedetti es de otro nivel. Pocos violinistas hoy en día pueden poseer tal entendimiento de un concierto cuya complejidad técnica y expresiva no está al alcance de cualquiera. La identificación de la joven escocesa con un lenguaje tan aristado como el de Elgar es absolutamente proverbial, se diría que casi innato, y su discurso deja sin aliento ya desde la punzante y desgarradora frase inicial tras el preludio orquestal. El sonido de su violín es una bendición, y al margen de los enrevesados esparcimientos rapsódicos de los movimientos extremos, su recreación del Andante central posee el lirismo y el carácter reflexivamente poético que Elgar requiere en sus tiempos lentos. Todo este tour de force elgariano que culmina en una perfiladísima y pulcra cadencia del Allegro molto conclusivo, -núcleo espiritual del concierto que rompe todas las convenciones de la forma-, lo remata Benedetti a modo de encores con tres bellísimas y bastante populares miniaturas del músico británico en compañía del pianista Petr Limonov: Sospiri, Salut d’Amour y Chanson de Nuit, a cada cual más sentimental mélodie de expresión amorosa que erige a Elgar como otro de los grandes cultivadores de la pequeña forma, al margen de sus vehementes expansiones orquestales. Pura luminosidad y una gozada susurrada a los oídos en manos de la violinista escocesa que se convierte así en una de las mejores embajadoras actuales del compositor inglés.