Interesante la propuesta que nos trae Fórcola a través del experimentado Blas Matamoro que, partiendo de los escritos del propio filósofo, se propone indagar en la tortuosa relación de Friedrich Nietzsche con la música de su época; el resultado está lleno de peculiaridades que demuestran una vez más sus propias contradicciones internas, toda una vida de discrepancias que son aún más patentes al estudiar sus textos.
Su compleja personalidad aunó diferentes disciplinas, siendo la cualidad de ser diletante una de varias pero todas ellas configuraron una identidad que llevó hasta la misma locura:
“¿Filósofo, filólogo, músico? Acaso, ninguna de las tres profesiones puede soportar la identidad de Nietzsche. A la vez, como es lógico, las tres corporaciones profesionales lo consideraron un extraño, cuando no un asaltante o, por lo menos, un diletante. Lo más seguro –siempre teniendo en cuenta que la seguridad no es un valor nietzscheano – es señalarlo en tanto escritor, un redactor de literatura que, como buen heredero del romanticismo que afirmó y del cual abominó, según su costumbre, elude obedecer a todo género y confiar en lo que la palabra le dice más que en aquello que él quiera hacerle decir. Esto hasta el delirio y la locura, aceptando que ambos tienen su propia lógica.”
Sin embargo, hasta en los momentos finales de su racionalidad la música cobró una inusitada importancia convirtiéndose en su destino, en su alienación final:
“Lo único claro en este campo es la situación vital de Nietzsche a mediados delos años setenta: ruptura con Wagner, diarios y revistas que se empiezan a olvidar de él, has el punto de que en su último año de lucidez, 1888, ya había abandonado el piano, la lectura y la escritura, apenas si iba a conciertos (Eugène d’Albert, el famoso virtuoso del piano, le resultó frustrante) y sólo asistía a representaciones de Carmen, que le evocaban un paisaje meridional, cálido y luminoso: el XVIII veneciano, la bonhomía, el ensueño, el antimundo, lo clásico y su destino: la música. “La música me produce ahora unas sensaciones como nunca antes. Me libera de mí mismo, me devuelve a la sobriedad, como si yo me observara desde su lejanía, hipersensible…” Y así, el extremo de su alienación fue musical: un largo silencio.”
Si hay una figura que marcó su relación con la música fue Wagner; todo un cúmulo de circunstancias la rodearon y estuvo marcada por los contrastes: Nietzsche pasó del amor más absoluto a Wagner y todo lo que hacía hasta un odio del tipo más radical; en el siguiente párrafo podemos asistir a algunas de estas reticencias expresadas ya por el filósofo en un cuaderno de notas de 1873:
“Ya en 1873, en un cuaderno de notas, Nietzsche apuntaba algunas radicales reticencias ante Wagner: intentar una renovación artística partiendo del teatro, arte destinado a una masa tosca; un tirano de las masas con nada de reformador; un arte sectario y aislado; como italiano sería exitoso, pero los alemanes consideran la ópera como algo latino, extranjero, algo poco serio y cómico; un intento de redención alemana de la que los alemanes ni se enteran; Wagner es independiente pero inmoderado, histriónico, amorfo, inmodesto; es un porteador cultural, un legislador, con gran sentido de la unidad; música y poesía de escaso valor y una dramaturgia retórica, a lo grande y de alto nivel; un gran esfuerzo fracasado. Más aún: el arte nuevo no puede arrasar con la historia y así Wagner acabó aprobando el dominio del cantante, como en la ópera tradicional. Tampoco vio que en el nacimiento de la tragedia no hay palabra sino música pura. No debe el arte devolvernos a la inocencia para siempre perdida sino liberarnos de la culpa.”
En esta disertación sobre lo musical aplicado a su persona y sus sensaciones me quedo con el siguiente párrafo, excepcional, donde el autor nos introduce el término nietzscheano Unzeitmässig a la hora definir la experiencia sonora, escuchar música; me quedo con la indefinición más que son sus posibles definiciones (inexactas por otra parte), ya que esta indefinición (no poder medirse en unidades de tiempo) evoca una experiencia que nos lleva lo sublime. Vivir en la sublimidad y no darte cuenta de cómo pasa el tiempo porque están siendo infinitamente feliz. Muchas veces he sentido esto que tan bien expresa Matamoros:
“La música produce un género muy peculiar de felicidad, que consiste en desarrollar nuestra capacidad de olvidar, de vivir “en el umbral del instante”, sentir durante un tiempo de modo ahistórico como un recién nacido. Sin historia, nos desujetamos y accedemos al gozo, más allá del placer que nos proporciona el bello sonido. En el tiempo de la historia, todo se desvanece y muere. La música, como el mito, no muere, porque se repite y propone volver a un incorruptible momento del tiempo, no el del devenir, sino el del Ser, el Tiempo Fuerte de los mitos sobre el que tantas sabias páginas ha escrito Mircea Eliade. […] Es lo Unzeitmässig, palabra muy nietzscheana y que ha merecido variables traducciones: intemporal, extemporáneo, intempestivo, inactual, inoportuno. Literalmente, es lo que no puede medirse en unidades de tiempo.”
A partir de esta definición es comprensible que se extienda en la generalidad del arte y su cualidad de seducción, sobre todo en contraposición con la ciencia:
“Nietzsche define en El nacimiento de la tragedia: “La facultad yacente a estos mecanismos.” A partir de aquí, cada disciplina se dirige a distintas metas. La del arte es el saber último del Ser, que es sagrado y, por lo mismo, intocable, es decir que no lo puede siquiera rozar la palabra. Sólo cabe confundirse con él y esto lo hace el arte, cuya esencia es la música. No constituye una religión porque carece de teología, es decir de la ciencia de Dios. El arte no rinde cuentas de sus viajes, no los explica ni demuestra: seduce, convence, tienta. Mantiene viva la vida por su fuerza instintiva y su decisión ficcional. La ciencia desvitaliza lo vivo y la religión, lo somete. El arte respeta su libertad vital.”
En el caso del filósofo, no podemos hablar de “gusto” o de “estética” aunque sí podría demostrarse una teoría del acto estético:
“Friedrich desdeñaba la palabra gusto. Los genios carecen de gusto y los hombres de buen gusto razonan con notable chatura al tratar de cosas profundas. De aquí no parece que pueda surgir una estética en el sentido doctrinal de la palabra, es decir una preceptiva de lo bello o lo sublime. “Como un conjunto unitario, coherente y claramente reconocible” no hay, pues una estética nietzscheana, según opina sensatamente Vattimo. No obstante, sí cabe una teoría del acto estético, donde coindicen –sigo a Vattimo- el impulso vivificador dionisíaco y el sentido apolíneo del límite, la claridad y la forma. La conciliación se da en la danza, mímica del cuerpo hecho símbolo y corporización de la música. “
En su ataque contra Wagner arrastró a Brahms por el camino, sinceramente, no puedo estar menos de acuerdo con la apreciación de Nietzsche al respecto, creo que Brahms llegó a la plenitud y no se creía para nada incapaz:
“Con el tiempo, Friedrich devaluó a Brahms y a Wagner por las mismas razones: representaban el espíritu bajamente alemán del Imperio. Por eso, oponerlos es un malentendido. La de Brahms es una música innecesaria, una música demasiado musical. Es la obra de un pobre que se enorgullece de admitir su pobreza y siente la melancolía de la incapacidad. Ansía la plenitud sin poder crearla, proclamando su impotencia. Anhela lo propio, lo suyo, lo original y sólo atina a copiar. Recibe la admiración de los insatisfechos, los impersonales, los periféricos, en especial si son mujeres, conmovidas por ese secreto lamento suyo. Pero, en verdad, su imitación de los clásicos tiene una frialdad económica.”
Sin embargo me sorprende su gusto por Rossini por los motivos esgrimidos (la generosidad); lo de Bizet como contraposición a lo wagneriano es muy lógico, no podría entender que alguien no disfrute con Carmen, a menos que seas sordo:
“¿Y Rossini? Friedrich adjetivó de payasescas sus agilidades, que Wagner comparaba con parvas lecciones de solfeo. Más allá del detalle, Nietzsche puso por las nubes al Cisne de Pesaro, por su paradójica y pletórica animalidad, ya que la creación nietzscheana empieza por ser fisiología, corporalidad, o sea: estremecimiento animal, animalada. […] Aún más: el canto amplio rossiniano, quitadas sus coloraturas, tiene un valor moral: la generosidad. Derrochar bellamente es algo propio de gente generosa. Y aquí sí llegamos al Sur, donde está su auténtico y definitivo medicamente antiwagneriano: Carmen de Georges Bizet, estrenada en pleno wagnerismo, en 1875, vilipendiada por el público, los compositores y los críticos franceses y recuperada desde la exigencia más rigurosa nada menos que por Brahms, al menos una vez coincidente con Nietzsche. Bizet lo reconcilia categóricamente con la palabra cantada porque se produce en ese espacio que tanto le cuesta reconocer en ella: el cuerpo, la inmediatez corporal.”
El colofón a este texto podría ser el siguiente párrafo donde el autor, con buen criterio, equipara el filósofo con el artista (no en vano, además, Nietzsche intentó tocar y componer); la incertidumbre de lo intelectual introduce un elemento indudablemente optimista:
“Como todo artista, entonces, el filósofo, si cabe designarlo con esta palabra, es más un seductor y hasta un tentador –en alemán, la tentación, Versuchung, proviene de suchen, buscar y de versuchen, intentar o ensayar- que un sabio en sentido clásico, es decir el depositario de un saber que tiene, a su vez, la capacidad de enseñarlo. En este mundo intelectual donde nada es del todo y todo resulta un quizá-ser, el esteticismo introduce un elemento optimista, opuesto al punto de partida trágico.”
Buena oportunidad de descubrir la vida del filósofo y sus teorías a través del prisma de la música y su apreciación, libro pequeño pero cargado de buenas reflexiones.
Mariano Hortal