Una tarde más, no sólo hubo música en el teatro Monumental. El director y prolífico compositor finlandés Leif Segerstam fue el encargado de servir al público madrileño dos conciertos que han puesto fin al octubre de 2013. A sus órdenes, la orquesta y el coro de RTVE interpretaron un programa bipartito: En la primera parte se escucharon dos piezas de Sibelius, Snöfrid Op.29 y la Canción de Väinö Op. 110, junto con el estreno absoluto de una de las casi trescientas sinfonías del propio Segerstam, en concreto la número 240. En la segunda parte pudimos escuchar a Wagner y a R. Strauss en el Preludio y muerte de amor de Tristán e Isolda, y en Muerte y transfiguración Op. 24, respectivamente.
Antes del descanso, la música finlandesa parecía seguir un hilo argumental entorno a la historia o el tiempo. En Snöfrid, la música de Sibelius se presentó como una elegía heráldica a la heroicidad, evocando ese mundo de la leyenda escandinava, que se imbrica en las raíces de la historia del norte de Europa. Esas raíces míticas del héroe finlandés encontraron desarrollo en la canción de Väinö, presentada con pasión mediterránea por la orquesta. En dicah canción, tras unos acordes de una fantasía pastoril, aparentemente ingenua, la música discurre progresivamente por territorios más hondos, entorno a los anhelos humanos. Se trata de una canción colectiva, la oración de un pueblo obstinado que reza por su tierra y santifica su heredad. El coro, haciendo gala de un notable esfuerzo idiomático, regaló momentos de gran emoción, que eran graciosamente subrayados por el viento metal. La canción concluye con una sugerente aliteración “valkeana kuna kullan kuun” (brillando blanca la luna), tras la que el público quedó también como mirando al cielo con esperanza.
El estilo libérrimo de Segerstam golpeó al público, cogiéndolo por sorpresa. La orquesta, ya sin coro, estaba flanqueada por dos pianos, a cargo de uno de los cuales estaba Segerstam. Tras el desconcierto general, con el director ausente del podio, el oído trata de buscar acomodo entre tanta multiplicidad rítmica y tonal. Los temas van llegando en oleadas y dan lugar a una atmósfera dominada por las disonancias en el metal, sustentadas por las cuerdas. Es entonces cuando, sin darnos cuenta, nos vemos envueltos en un mundo onírico del que ya formamos parte. Unos sonidos atropellan a otros y despiertan apetitos que cuesta ver saciados; pues nada en la sinfonía inspira certeza, todo es puro movimiento, una carrera sin remisión, como un sueño que se sueña de continuo. Y aunque se revuelve y revisita sus pliegues, la sinfonía se encuentra nueva cada vez, como si estuviera siempre por hacer. Resulta muy interesante esa sensación de ausencia de tiempo que crea Segerstam, que hace pensar en una obra de arte eterna, en el sentido de que carece de principio y de fin, y está en constante eclosión. La parte central de la obra, de ritmo más contenido, es como un lago de horizontes infinitos y aguas quietas, con presagios oscuros en los pianos. Todo parece conspirar y amenazar con un final. Pero no puede ser; no en una sinfonía eterna. Algunas características comunes de la 240 son su riqueza cromática, la elocuencia de la percusión (tan manoseada a menudo), y la escasez de silencios y pausas, que provoca una sensación de enclaustramiento. Dejo para el final los dos pianos, que se dan la espalda pero que nunca se separan, complementan el discurso sinfónico con una línea paralela, que recuerda al aria con pertichini mozartiana. Humanizan en cierta forma la obra y permiten un acercamiento más amable del espectador al discurso orquestal.
La música finlandesa nos hizo reflexionar sobre el tiempo, de los héroes y de los pueblos, y también coquetear con la idea del tiempo que se niega a sí mismo. En la sinfonía 240 no es que el tiempo no exista, sino que Segerstam lo deshace en nuestras narices, haciendo que tome distancia y pierda nitidez. El público madrileño agradeció la experiencia con aplausos más bien cautos.
La segunda parte, la germánica, giró entorno a la muerte y la esperanza tras ella: primero en Wagner, con la sublimación existencial con el objeto amado; más tarde, con la Muerte y transfiguración de R. Strauss, una obra resplandeciente que termina también con un cántico de redención, cerrando así el programa en paralelo con la primera parte.
Estos días cabe preguntarse si se programa Wagner con la obligación de la efeméride, pero lo cierto es que en esta ocasión fue acogido con agrado por el público, aunque en algunos momentos la orquesta perdió la trabazón necesaria en la orquesta wagneriana. Ciertamente, Segerstam brilló aquí menos que en el resto de obras. En Strauss, sin embargo, el conjunto de la Televisión Española sonó elocuente y brillante y alcanzó con hondura a los espectadores en su mensaje de esperanza.
Una tarde más, por tanto, no sólo hubo música en el teatro Monumental.
Carlos Javier López Sánchez
@CarlosJavierLS