Una versión de Orfeo & Euridice que se transformó, a fuerza de talento, en una de las más interesantes propuestas de la temporada porteña.
Orfeo & Euridice es uno de los capo lavoro de Gluck, indudablemente.
Sus méritos son muchos y su aporte a la historia del desarrollo de la ópera, imponiendo la moderación apolínea y la trascendencia dramática sobre el exceso barroco, la vuelven una referencia, un hito, a la hora de entender lo que vendrá después en el ámbito de la creación lírica.
Este camino de renovación y revolución de estructuras, acentuando el drama, limitando el decorativismo, buscando el equilibrio y la armonía, devolviéndole a la ópera su original sentido de sucedáneo de la tragedia griega, Gluck lo busca a través de muchos de sus títulos (particularmente sus Ifigenias) pero el que logró incluirse y perdurar en el repertorio, casi sin altibajos, es Orfeo…
Sin embargo, amigo lector, confieso que siempre sentí que, sin que esto le reste mérito, la obra había envejecido en cuanto a su llegada profunda al público de hoy, para el que la trascendencia del mito (originalmente surgido para pensar y reflexionar sobre insondables) devino en una simple historia pastoral más o menos simpática… más o menos fantástica.
Lógicamente, el hombre de hoy está lejos del gusto por lo pastoral tan propio del siglo XVIII y su connotación de vuelta al origen, a un pasado incontaminado por el devenir de la sociedad; lejos de los pensadores del iluminismo en lo cotidiano; lejos de la metáfora o de su metodología para entender lo que hoy nos explican las ciencias…
El siglo XVIII no conocía la psicología, y lo que intuía podía explicarlo más poéticamente que técnicamente.
La anécdota que da origen a las aventuras y desventuras de Orfeo vistas desde el hoy puede resultar cercana al cuento de niños que nos contaban en la infancia si no somos capaces de detenernos y volver a la luz toda la riqueza que la literalidad oculta… y para ello necesitamos hoy herramientas que en otros siglos, tal vez, estaban más a mano.
Desde la Grecia Clásica a la actualidad, los pensadores más notables de Occidente le dedicaron a esta historia su atención, lo que prueba su trascendencia y, a la hora de plantear esta puesta, María Jaunarena asumió el desafío de seguir ese derrotero volviendo explícitos los conflictos y reflexiones que el libreto original dejaba implícitos.
Para tal tarea (en la línea de la afortunada experiencia que nos demostró con su versión de Medée de Cherubini, temporadas pasadas) recurrió a variados medios, algunos más innovadores que otros. Veamos…
Primero trasladó la acción a la actualidad, volviendo a Orfeo un músico compositor obsesionado por su tarea de intérprete y creador, que tiene un tanto desatendida a su esposa Eurídice.
Transformó la mordedura de la serpiente en un accidente vial y el ámbito del lamento inicial de la campiña griega a la sala de guardia de un hospital.
Hasta aquí, recursos casi gastados por infinidad de regisseurs que creen que el decorado alcanza para enriquecer la esencia.
Pero Jaunarena da un paso más allá y, creando una riquísima dramaturgia, escrita en italiano, como el libreto original de Calzabigi; a partir de textos órficos originales y a fragmentos de Platón, Sófocles, Rilke, Nietzsche, entre otros; despliega las reflexiones que suscita el mito a través de dos nuevos personajes, dos intelectuales, que sumados a las intervenciones habladas de algunos miembros del coro, al personaje de la madre de Orfeo y de un Orfeo niño, enriquecen la interpretación filosófica y psicológica del mito, volviéndolo un viaje introspectivo en el camino de elaboración de un duelo.
Yo no suelo ser complaciente con las puestas que se alejan de lo escrito por los autores y que «vuelven a crear» en lugar de «recrear» la obra compuesta por otros… pero precisamente es esta fidelidad al espíritu profundo del mito y de la ópera racional que es Orfeo, lo que me atrajo de la propuesta de Jaunarena.
Los ballets fueron despojados casi en su totalidad de la danza (reducida a sólo una pareja que repiten a Orfeo y Euridice) y la música exquisita que compuso Gluck para ellos acompañó los diálogos incluidos por la puestista.
El viaje al Hades fue un buceo por la mente de Orfeo, por su inconciente, y los espíritus condenados y los bendecidos fueron mucho más concretos y realistas que sus mitológicas y metafóricas versiones dieciochescas.
Desde luego, un planteo así de ambicioso y arriesgado requiere de artistas capaces de volver realidad lo que la regisseuse imaginó, máxime cuando deben actuar y, además cantar la inspirada música de Gluck. Afortunadamente, ese equipo estuvo en escena y el resultado fue de una cohesión y calidad pocas veces visto en experiencias semejantes.
Martín Oro, compuso un protagonista de fuste. Su registro de contratenor superó con soltura las exigencias de su parte y su convicción dramática dio carnadura a las desventuras de Orfeo. Verdadero especialista de este repertorio, cantó con estilo, buena línea y estupendo fraseo.
Impactante en su lamento inicial, su canto se deslució una pizca en la célebre «Che faró senza Euridice» que debió interpretar en un tempo que nos pareció excesivamente rápido.
La Eurídice de María Goso fue servida con una voz bella, que corre pareja y se impone por su bello timbre a la par que su expresivo decir. Contundente en lo escénico, transmitió la profundidad de las dudas, las angustias del personaje tras el supuesto desdén de Orfeo y resolvió convincentemente sus movimientos.
Victoria Gaeta creó un Amor riquísimo que superó estereotipos y buceó por sentidos poco explorados en otras manos. Gracia, bella voz, ductilidad escénica ¿se puede pedir más para este rol?
Oreste Valente y Carlos Kaspar dieron vida a los dos reflexivos intelectuales con intención y profundidad no exenta de una emotividad sutil.
Cristina Ferrajoli encarnó a la Madre de Orfeo y a la Enfermera, con soltura y sinceridad. Su «decir» resaltó la perennidad de los textos casi como sentencias en mármol… con el hálito de las grandes trágicas al escandear los versos.
El Coro, bajo la dirección de Hernán Sánchez Arteaga, merece una mención resaltada. Impecable en lo musical y dúctil en lo escénico mostró cuánto crece un espectáculo cuando cada cual se compromete con la acción, desde el primero al último.
La batuta del Mtro. Hernán Schvartzman hizo gala de talento brindando una lectura rica y matizada de la partitura y concertando con precisión el foso con el escenario. Tal vez el único reparo que se le podría hacer es, como indicamos más arriba, la excesiva rapidez del tempo en el aria de Orfeo que si bien creció en la sensación de desesperación, perdió en elegancia y equilibrio. En cualquier caso, una labor digna del mayor reconocimiento y aplauso.
El eficaz diseño escénico de Gonzalo Córdova y el bello vestuario, también de María Jaunarena, se plegaron a la efectividad de una versión rica, de cuidada calidad musical y tan bella como enriquecedora.
Prof. Christian Lauria