Orozco un director con regusto por el matiz

Orozco un director con regusto por el matiz
Orozco un director con regusto por el matiz

Con todos sus efectivos, comenzando por alinear ocho contrabajos y el resto de cuerda a proporción y con los vientos prescritos, la orquesta de la Radio de Frankfurt ofreció una excelente impresión al público que abarrotaba en auditorio de Les Arts, en un concierto del ciclo de abono del Palau de la Música. Una orquesta de sonoridad seductora y aterciopelada, primoroso empaste y ductilidad para atender a los requerimientos de Andrés Orozco Estrada, que fueron muchos en cuanto a la afinación y el esmerado fraseo.

El maestro al que no le faltan bríos, comenzó el programa todo él de autores rusos, con la popularísima «Noche en el monte pelado», que si bien sonó con pulcritud, ofreció una versión más cancanesca a lo Offenbach que al espanto que ofrecen la mayoría de las versiones. Ejemplos: el arrebatado inicio con la entrada de los bronces y los sforzandi en cuatrillos de los arcos que estremece, me dejo impávido, el uular del viento antes del poco piu sostenuto, se me antojó una brisita playera, el aquelarre en el que vuelve a aparecer el tema inicial tuvo más el talante de una danza de gnomos que de una baraúnda maléfica…  y siempre el talante del exotismo ruso tuvo muy escasa presencia, así como la velocidad e intensidad sonoras. Tan solo en el amanecer, tras el destacable solo de trompa y el idílico de flauta, la obra cobró su verdadera intención de placidez serena.

Siguió el celebérrimo concierto de Tchaikovski en la violinística tonalidad de ReM, con un solista de excepción como es Fumiaki Miura. El director colombiano planteó el inicio con los recurrentes y cada vez más intensos cuatrillos para dar entrada al solista que se embelesó exponiendo el primer tema con sugestiva sensibilidad y con un virtuoso dominio sobre todo en los muy complejos tresillos y cuatrillos encadenados en semicorcheas y fusas y más en particular, en el relato en la parte más alta y aguda del mástil con afinación cristalina. El tema a ritmo de polonesa entró con solvencia pero tal vez falto de intensidad por el tutti, como sucedió en los redoblantes acordes que preceden a la exigentísima cadencia, resuelta con una soltura que daba la impresión de que el japonés no tenía el más mínimo problema en abordarla de hecho provocó aplausos extemporáneos de un público poco avezado a este tipo de audiciones.

La canzonetta sonó tierna, fascinante, dulce, melancólica e imaginativa, con un señorial protagonismo del violín, singularmente persuasivo en la sugestiva reexposición del tema apoyado por el clarinete. Muy ágil la zarda conclusiva, valorando mucho la batuta los matices antes de la entrada del solista que se vivificó con las dobles cuerdas. A destacar al trio de clarinete, oboe y fagot al que respondió un solista de limpidez cristalina. Cabe de decir que el director siempre fue meticuloso y esmerado significativamente en el poco mosso, siendo muy intenso en la coda que vuelve al vivacísimo inicial.

La sinfonía quinta de Shostakovich, que este comentarista tuvo la fortuna de oír al propio Mravinsky al frente de la Filarmónica de Leningrado en el Teatro Principal de Valencia hace más de 30 años, tuvo algunas divergencias con el planteamiento de aquella versión para uno memorable. Por ejemplo, faltó la patética intensidad del inicio, pero sin embargo se acomodó al dictamen en el idílico tema de los arcos agudos, sentimental y poético y también en los intervalos de negras y corcheas que se inician en el 9 de ensayo, aunque pecó en ese segundo tema de exceso de tedio. Más ímpetu tuvo en la marcha con los obsesivos acordes de los vientos, así como en la reexposición del tema inicial con significativos y patentes inarmónicos aunque faltó espíritu teatral. A destacar los solos de trompa y clarinetes sobre el apoyo de las arpas y el paisajístico de la flauta.

Concedió al segundo tiempo un personal aire de scherzo que mezcla el tiempo de vals (que bien lo fraseó el concertino) con el lander, siempre con un cierto espíritu grotesco que supo definir bien Orozco Estrada. El largo, tal vez el mejor y más subjetivo movimiento, lo iniciaron unos arcos aterciopelados que se enervaron en intensidades tras el redoble de timbal, para dar paso a la entrada de las maderas y llegar al melancólico y solitario solo de oboe. Todo cuadró muy bien y también fue interesante la sensación de desasosiego en la entrada en canon de los arcos. Ahí se patentizó bien la interiorización intranquila del autor así como en la turbación reflexiva de las trompas tras los dinámicos sforzandi de la marcha del movimiento conclusivo. En algunos momentos coincidió con Mravinsky, pero Orozco quiso hacer su versión y lo logró, sugestionando, singularmente por su esmero sensorial aunque tal vez lejano al propósito de los históricos precedentes Ancerl, Rozhdéstvenski, Kondrashin, e incluso Bernstein.

Antonio Gascó