Ahora que lo “politicamente correcto” es llamar invidente al ciego y adulto en plenitud al viejo, pues cada vez es más dificil llamar pan al pan y vino al vino, no debe sorprendernos ver aparecer en el escenario a un Otelo rubio, en México decimos güero, en lugar del famoso Moro de Venecia, el Moro Otelo, de raza negra. Asi aparece en la obra original de William Shakespeare, puesta en música por Giuseppe Verdi con un libreto de Arrigo Boito, que se presentó en la sala principal del Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México, en este mes de noviembre dedicado a las ánimas. No es discriminatorio de ninguna manera representar a Otelo como negro, pues así está previsto en la ópera que comentaremos. Es solo una realidad histórica. En la nutrida correspondencia que tuvieron Verdi y Boito mientras trabajaban en la penúltima ópera del Oso de Busseto se referían a su personaje como “El proyecto de Chocolate”. Ricordi, editor de las óperas de Verdi escribió a Giuseppina Streponi, esposa del compositor: “ Boito sigue trabajando en su “chocolate caliente que hierve, hierve y hierve”.
Desde el 6 de abril de 1981, cuando cantó una sola función el tenor Placido Domingo no se había vuelto a presentar Otello en Bellas Artes. Lo vimos en el Teatro Degollado de Guadalajara hace un par de años, con un cantante “de color”, afroamericano, a quien no hubo necesidad de maquillar como lo hicieron Ramón Vinay, Mario del Monaco o Jon Vickers sin sentirse violentados ni nada que se le pareciera. El estreno al que asistimos este domingo 5 de noviembre, constituye un acontecimiento importante pues después de más de 35 años de no ponerse, para muchos aficionados constituyó su primera experiencia con este título donde Verdi se muestra muy wagneriano: “Me he vuelto su admirador” escribió alguna vez. El resultado que presenciamos fue bastante bueno. El solo hecho de atreverse a hacerlo es digno de aplauso y encomio. Se conjuntó un elenco solvente aunque disparejo compuesto por tres cantantes extranjeros en los tres papeles protagónicos rodeados por principiantes y una veterana que cumplía en esta oportunidad 35 años de su debut en su carrera operática.
El tenor lituano Kristian Benedikt llevo sobre sus hombros el papel principal del drama. Su caracterización del Moro, ahora rubio y de caireles, lo sacó con gallardía y pundonor. Desde su entrada triunfal, luego de la tempestad del inicio donde un León de San Marcos rojo y tremolante tapa toda la escena de la tempestad, apantalló al público con un Exultate¡ a toda voz espectacular y poderoso, echando toda la voz desde el principio. Esto lo hizo perder el color y descolocar su emisión en su siguiente entrada y todavía tardo en recuperarse en su colocación vocal en el dueto de amor con su esposa. Se repuso después y llevó a buen puerto el endiablado personaje. El público lo recibió bien y lo aplaudió al final. El barítono italiano Giuseppe Altomare canta un Yago de buen nivel, intrigante y temerario, astuto y burlón, maligno y siniestro, como lo pide el personaje con cuyo nombre Verdi quería titular en un principio a su penúltima ópera. Hermosa la voz de la soprano rusa Elena Stikhina, como Desdémona, lirica, fuerte, de color brillante y de excelente proyección, capaz de matizar y cambiar el caracter de una mujer angelical, plena de vitalidad que se transforma en la sufriente víctima inocente de un marido malvado. Los papeles comprimarios y los partiquinos estuvieron a cargo de Encarnacion Vazquez como Emilia, ama de llaves de la casta esposa de Otelo, en un papel pequeño y poco lucidor. No ha sido, ni vocal ni histriónicamente, su mejor trabajo. El tenor Andrés Carrillo fue Cassio, Enrique Guzmán el enamorado imposible de Desdémona, Roderigo, Alejandro López hizo Ludovico, Montano lo interpretó Tomás Castellanos y un heraldo fue David Echeverría.
Cumplieron y sonaron bien, con dignidad y aplomo, la Orquesta, dirigida por el maestro servio Srba Dinic, el coro, muy bien en algunos números y algo disparejo en otros, bajo la inteligente guía del talentoso mexicano Pablo Varela, del Teatro de Bellas Artes. La dirección de escena de Luis Miguel Lombana Echevarria, que pretendió ser atemporal, en realidad no lució demasiado, sino se concretó en el tránsito rudimentario de los personajes sin mayores pretensiones. Un tanto sombría y gris, con desapego a las indicaciones y detalles que tanto preocupaban al compositor que tanto cuidó en el estreno del “Chocolate” gran éxito en el teatro alla Scala de Milán, el 5 de febrero de 1887. Hace 130 años.
Manuel Yrízar