Plural homenaje a Llácer Pla

Llácer Pla

Un programa interesante de concepto por la conjunción de las piezas a interpretar en homenaje a Francisco Llácer Pla, ofreció la orquesta de Valencia, bajo la rectoría del maestro Sergio Alapont, en el escenario el del Palau de la Música y evidenció criterio en la selección, pues junto a una del homenajeado figuraba otra del más apreciado de sus discípulos, amén de dos más de la particular devoción del autor valenciano, que supuso una importante renovación en la música territorial, patente en una modernización derivada de su compromiso con la Segunda Escuela de Viena.

Principió el repertorio con una lectura del popular Adagietto para arcos de la quinta sinfonía de Mahler, que Alapont resolvió un con criterio muy personal escapándose de la tradicional concepción de lúgubre atardecer, doliente y melancólico, sustituyendo los cárdenos colores sonoros del crepúsculo por una gama de rosados, turquesas, zafiros y celestes…cuajados en la paleta entre dos luces de alborada. Desde las iniciales notas pedales de arpa, el propósito se hizo acuático, aunque debo reconocer que en el atardecer estival hay cinco minutos brujos en el poniente de las 22 horas, en que la gama de azules pasa de glauco a ultramar y a marino. El turquesa lleva verde: esperanza. Sin duda.

La segunda obra de la primera parte fue «Resonancias», tres murales sonantes para guitarra amplificada, cuerdas y percusión de Emilio Calandín (discípulo de Llácer) que contó con la intervención solista de un solvente José Luis Ruiz del Puerto. La obra tenia un propósito de narración autobiográfica a través de sentimientos recuperados y experiencias vitales. Sin duda alguna las soluciones de la música contemporánea tienen lenguajes mucho más identificadores de efectos perceptivos que los referentes melodistas. Berg, Messiaen, Xenakis, Bartok, si me apuran, parecieron estar de visita por la sala, o al menos quien esto firma sintió percibir su presencia. De hecho, el sistema funciona a base de criptogramas matemático-acrósticos respecto de la escala cromática, como los utilizaron no pocos compositores desde Bach a Cage o Ligetti.

Había mensaje subliminal, tal vez críptico, pero también había una complicidad, indudablemente inteligible, para quien se acercase a la obra con espíritu permeable, receptivo y la imaginación abierta. Así, «Naturaleza» podía ser un céfiro contrito de Mistral sosegado, en el que la guitarra evocaba incertidumbres. El pie minimalista de los arcos que inician «Cañada», aportaba intrigantes intromisiones percutivas, dialogando con un nervioso trémolo del solista. Resultaba revelador el ambiente inquieto creado con cercanísimos intervalos y el porfiado ritmo. El sugestivo relato de las violas «En una lejana ermita», llevaba a un sentir reflexivo y consciente de la guitarra, revelador de ideas asumidas. En la variada «Fuga», tal vez mejor un canon fugado de triple idioma, una guitarra eléctrica resolvía las sensaciones del discernir histórico en aras de las revelaciones del sentir actualizado. Interesante novela de vida en do, re mi, fa, sol, con todos los sistemas armónicos que a uno le apetezca agregar.

 La reivindicativa presencia de los dos pianos que pulsaron Marina Delicado y Xavier Torres en «Ricercare» de Llácer, partiendo de las modulaciones del tutti que parecían evocar a Lutoslawsky y Shostakovich, llevaron a un sistema establecido de timbres dinámicas y atmósferas de recurrente plasticidad ambientalmente inquieta. Fue muy significativo el ritmo pertinaz de los ominosos acordes graves de los dos teclados, que cerraron la obra, alejada de la actitud barroca del Ricercare, pero no de su propósito fundamental de búsqueda obsesiva en una forma libre. Ahí residía la revelación de la pieza y Alapont supo hallarla.

Acabó el concierto con una versión contrastada, vehemente y sensorial de la Suite de 1919 de «El pájaro de fuego» de Stravinski. La fantástica y misteriosa atmósfera inicial dio paso dio paso a los pertinaces aleteos del pájaro a un perturbador ritmo danzable. La «Ronda de las princesas» ofreció una presencia sugestiva de cellos y maderas y después el resto de los arcos, en la que primaba la ambientalidad y los contrastes. A destacar las sonoridades siempre sensoriales de ambos conjuntos, con sugestiones orientalizantes a lo Rimsky y un sabio uso de los reguladores. La danza infernal fue fiera en su intensidad, con cromatismos muy premonitorios del inmediato «Petrushka» en el talante atmosférico y un pertinaz ritmo creciente.

Arrulló el fagot y el arpa la placidez nocturnal del «Berceuse» y el final volvió a ser excitado, evidentemente con la intención de la batuta de manifestar toda su vehemencia (que no es poca) y ganarse el favor de la audiencia. Lo logró.

Antonio Gascó