la ópera y la zarzuela Por Majo Pérez
Si ahora mismo le pidieran que nombrara un título de ópera cuyo eje temático fuese la condición de la raza negra, con casi toda seguridad saldría a relucir Porgy and Bess. Y si usted fuera zarzuelero, muy probablemente también aludiría a Cecilia Valdés o a María la O. Sin embargo, ocurre que los autores de estas obras, que son respectivamente George Gershwin, Gonzalo Roig y Ernesto Lecuona, eran blancos.
Para la temporada 19/20 –sí, la del estallido de la pandemia–, el Metropolitan Opera de Nueva York eligió justamente Porgy and Bess como título inaugural. Fue una nueva producción dirigida por James Robinson y protagonizada por Eric Owens y Angel Blue. Es sabido que en los teatros de esta liga, las temporadas se programan con varios años de antelación, un dato que debemos tener en cuenta para lo que voy a referir ahora.
Después de un año y medio de cierre por culpa del Covid y por primera vez en sus 138 años de historia, el buque insignia de la ópera estadounidense, por no decir, mundial –piensen que sus espectáculos son retransmitidos en directo en cines de más de 70 países– abre ‘la temporada de la recuperación’ con otro título de tema afro, Fire shut up in my bones del compositor Terence Blanchard. Pero a diferencia de lo que ocurrió en 2019, Blanchard no es compositor blanco.
Tanto el Met como parte de la prensa estadounidense ve en este cambio un gesto para combatir el racismo sistémico que han sufrido durante siglos los artistas negros en todas las artes, gesto que resulta aún más simbólico si reparamos en que la ópera tiene, nos guste o no, fama de ser la expresión artística más rancia y elitista. Sea como fuere, en un país en el que los blancos solo representan un 60% de su población total (según datos del United States Census Bureau de 2019) y en el que el mundo académico y empresarial está implementando estrictas normativas para luchar contra la discriminación y los prejuicios raciales, parece que movimientos ciudadanos como Black Lives Matter empiezan a conseguir sus primeros frutos.
Es pronto aún para saber si los compositores y compositoras de origen africano, al igual que otros que han sido relegados por su sexo o raza, entrarán a partir de ahora en el circuito de los teatros importantes en igual de oportunidades. Hace un par de años, el periódico The New York Times establecía un listado con 8 nombres cuyos trabajos deberían ser representados en virtud de su calidad. Estos eran Scott Joplin, Treemonisha (1911); H. Laurence Freeman, Voodoo (1914); la compositora Shirley Graham Du Bois, Tom-Tom (1932); James P. Johnson, De Organizer (1940); William Grant Still, Highway 1, USA (1963); Anthony Davis, X: The life and Times of Malcolm X (1986); Leroy Jenkins, The Mother of Three Sons (1990); y Anthony Braxton, Trillium J (2009). Algunos de ellos son conocidos mundialmente, como S. Joplin, autor del ragtime ‘The entertainer’, entre muchos otros, o J. P. Johnson, autor del célebre ‘Charleston’.
La pregunta que me viene a la mente es si este giro de timón en EEUU ayudará a cambiar la percepción negativa que parte de la sociedad tiene sobre la lírica como espectáculo anticuado propio de una minoría privilegiada. Y me pregunto asimismo qué podríamos hacer en el ámbito hispano para que la zarzuela goce también de mayor favor del público. Este verano me contó un cantante que en un municipio no muy lejos de Madrid su concejal de Cultura llamó a la productora con la que tenían contratada una gala de zarzuela para pedir que la sustituyeran por una cosa menos casposa, en concordancia con el público de hoy. Para conservar el contrato, dicho cantante y sus compañeros se tuvieron que aprender a marchas forzadas un nuevo programa basado en musicales.
Así está el panorama. Parece que el incansable esfuerzo que desde hace años realiza el Teatro de la Zarzuela de Madrid, dependiente del INAEM, programando producciones actualizadas y ejecutadas al más alto nivel artístico no es suficiente. Y es que dudo que ese concejal de cultura haya visitado el Teatro de la Zarzuela recientemente, si es que ha ido alguna vez al teatro por iniciativa propia.
La zarzuela tiene un pasado, igual que lo tienen la ópera y cualquier expresión cultural. Las revisiones y las puestas a punto son tan naturales como necesarias en este tipo de espectáculos centenarios para que sigan siendo eso, espectáculos. La que la mayoría de musicólogos consideran primera zarzuela de la historia, El golfo de las sirenas, con texto de Calderón de la Barca y música de autor desconocido que se ha perdido, se estrenó en el Real Sitio de la Zarzuela en 1657. Otros apuntan a La selva sin amor, sobre un texto de Lope de Vega y representada en 1627 ante Felipe IV, como la pionera del género.
Dicho esto, algunos prejuicios que juegan en contra de la zarzuela nada tienen que ver con el paso del tiempo. Personas a las que se les van los pies con la tarantella del final del segundo acto de Les vêpres siciliennes de Verdi o se ponen a tararear sin pudor las csardas de Die Fledermaus de J. Strauss sentirían pudor si alguien les sorprendiera entusiasmadas con las seguidillas manchegas de El Barberillo de Lavapiés de Barbieri.
No discuto que algunos prejuicios como los racistas o los machistas deban ser desterrados antes que otros. Es algo parecido a lo que ocurre en la sala de urgencias de un hospital; primero debe ser atendido el enfermo más grave. Pero desde aquí me gustaría dejar claro que este trabajo de desprejuiciamiento también le deberá llegar un día a las castañuelas. Es una labor ardua pero bonita: expropiar, desimbolizar, desprejuiciar, redimensionar, amar… Vaya mi agradecimiento y admiración a los que ya están en ello. la ópera y la zarzuela