La sinfonía en Do menor de Mahler es una de las grandes páginas de la historia de la música. Enfrentarse a tamaña composición es una heroicidad para el coro, la orquesta y, por supuesto, para la batuta, porque en los muy numerosos temas que aparecen en su desarrollo se mezclan la metafísica con la habitualidad, la grandeza con el sarcasmo, el éxtasis con el drama, el melodismo con los merodeos de atonalidad. Con ella se inició el ciclo de conciertos 2018-19 de la Orquesta de Valencia, contando con la colaboración los orfeones Universitario y Pamplonés, la mezzo Ana Ibarra y la soprano Aranza Ezenarro.
El maestro Ramón Tebar planteó una versión muy razonada, clara de concepto intencional (con una rememorada poesía existencial), vital, titánica, luminosa y lírica al mismo tiempo, con un dominio de los timbres, los contrastes, la intensidad sonora, la conjunción, el matiz y el fraseo… que motivaron prolongadas ovaciones y pusieron al público en pie al concluir la interpretación.
Ya el inicio del primer movimiento marcó lo que iba a suponer el resultado global: las semicorcheas en cuatrillo de cellos y bajos que inician la sinfonía, fueron rotundas, muy bien definidas para, de inmediato, permitir la inspiración de los violines en el primer tema, manteniendo el pulso métrico, en una mezcla entre Abbado y Bernstein, aunque con personalidad propia. El redoble de timbal que sirve de anacrusa para caer en la entrada del compás siguiente, sobre dos notas capitales de la armadura: Sol y Sib conformó un MibM terminante en su armonización y terminante en su carácter. Una cuerda inspirada, que matizó con escrupulosidad hasta las 6 pes que Mahler prescribe, unas trompas organísticas, un oboe operístico y un clarinete bajo lúgubre, dieron paso al segundo motivo, biográfico e idílico, resolviendo en pos de una marcha gloriosa que iba incorporando secciones de la orquesta con categórica presencia.
Aristocráticamente fraseado por los violines, el 3/8 inicial del segundo tiempo, seguido de unos cellos arrobados marcando hasta los puntillos de las corcheas y unas maderas sugestivas expusieron el Lander, contrastado por el vehemente tutti subsiguiente de los cobres con tresillos en los arcos. Al pizzicato definido y piano, muy serenatero, acorde a las 3 pes que señala el papel pautado, siguió un plácido vals de la cuerda aguda ralentizado y seductor, en contracanto con los violoncelos.
El vals fluido a uno del tercero, con escrupulosos seisillos en semicorcheas, expuesto por un cautivador clarinete, tiende a ironizarse en su desarrollo, pero Tebar lo mantuvo siempre con sugestivos slancios de primorosa elegancia que no perdió aire siquiera en los vitalistas fanfares del metal y los parches. Siempre he pensado que este tiempo, el más desenfadado de la obra, concluye con un aciago aspaviento de la muerte. La sensación volvió a hacerse manifiesta y más al ofrecer, sin interrupción, el pietista solo de la mezzo Ana Ibarra, de aterciopelada emisión, secundada por un espiritualizado oboe que midió con pulcra fidelidad los complejos cambios de compás.
En el movimiento postrero, mandó un sonido espacialista con los instrumentos fuera de la sala suscitando el eco etéreo. Pero también se percibieron una serie de sucesivas sugestiones vividas, una ambientalidad celeste, una liturgia procesional, un arrebato visionario y la gloriosa epifanía del creador. La conmovedora mezzo y el exquisito cristal de la voz de la soprano Arantza Ezenarro, dieron vida sobrenatural al anhelo sempiterno del ser humano en los versos de Gottlieb y Mahler, en solitario o en el canon contrapuntado con las corales que transitaron desde la devoción litúrgica, a lo grandioso. De hecho, la esplendorosa invocación vocal de las criaturas, rivalizó en magnificencia con el cósmico himno inmortal de la orquesta que cerraba la sinfonía, y eso que la sección de arcos no era todo lo numerosa que hubiera sido deseable, pero tampoco se echaron en falta más. El maestro dedicó la interpretación en homenaje a Montserrat Caballé, a quien acompañó al piano en numerosos recitales por medio mundo, sempiterna en el recuerdo de los aficionados.
Antonio Gascó