El maestro Ramón Tebar ha alcanzado días atrás un éxito más que sobresaliente en su debut en el teatro «Baluarte» de Pamplona con la ópera «Otello» de Verdi. No es que ese triunfo asombre demasiado a quien esto escribe, pues sus comparecencias con muchas de las mejores orquestas del planeta se saldan con el mismo resultado. El nivel de su interpretación en la capital navarra, lo determinan las elogiosas críticas de las más destacadas revistas de música especializadas y diarios de información general, con cuyas apreciaciones coincide, en modo absoluto, este comentarista.
Y es que el valenciano es una de las figuras internacionales más sobresalientes de la dirección sinfónico operística en nuestros días. Lo es por su indiscutible talento, por su excelente técnica, por su discernimiento musical y por la riqueza de conceptos en todo el repertorio, adecuándose a la idiosincrasia de cada composición sin mengua de una sugestiva y personal creatividad, que permite cuajar versiones novedosas, imaginativas, con acentos y sonoridades muy subyugantes. Las orquestas, cantantes y coros se sienten persuadidos por su singularidad carismática y por su batuta clara, de una sinceridad explícita, comunicativa y rica en matices, —que por igual marca anacrusas con impetuosa vehemencia, que acaricia el aire con un ademán dúctil y primoroso de la zurda para demandar poesía y sutileza en el fraseo— y siguen, con una fervorosa deferencia, sus gestos, de una distinguida elegancia, que les llevan a aglutinar, en un confabulado conjuro sonoro, las múltiples sensaciones que reclaman las casi siempre transcendentales piezas que ubica en el atril.
Tebar es un maestro invariablemente consciente y conmovido, muy sugerente, que siente la música como un pálpito vital y conoce muy bien (y por eso indaga en profundidad los pentagramas), las determinaciones, los preceptos (en muchas ocasiones muy complejos) y las soluciones armónicas. A esas atmósferas de color, sugestión, temperatura, cromatismo, brillo, opacidad y sobre todo intención, se aplica con empeño de alcanzar una existencialidad de genética envoltura sonora. Bien se le podría aplicar la frase de Tolstoi: «La música es la taquigrafía de la emoción». Devoto de su trabajo, asimila con rigor las partituras, estudia versiones referenciales, como si se tratara del más especializado científico, solo que es un artista muy consciente de que su investigación, en la que sin duda hay un desmedido arrobamiento, tiene un propósito de generar emociones en su audiencia. De ahí su interés por las variaciones de compás, el tempo, las modulaciones, los términos de inflexión interpretativa, la utilización sabia de los reguladores…, que constituyen su anhelo primordial y a los que trata de dar vida con su embelesado ingenio. Posiblemente en esa acción resida la razón de sus éxitos.
Verle trabajar en los ensayos es especialmente revelador por la dedicación incansable, esmero, precisión y, sobre todo, por la pedagogía amable y afectuosa de racionalizada y sistemática intención, con que explica a los conjuntos musicales y canoros que tiene delante su propósito, con extrema claridad de ideas. No hay frase que no analice hasta en las más ínfimas intenciones de clima armónico (o inarmónico, que también comparece en ocasiones), intención expresiva y de percepción sensorial y respuesta auditiva en la sala del concierto.
Hago mía una frase de la admirada escritora y académica Carmen Conde y se la aplico al maestro: «La poesía en la agógica de Tebar, es el sentimiento que le sobra al corazón y le sale por la mano». La definición está en su batuta que se mueve a impulsos inspirados de su pasión, su embeleso y su talento. Y aún hay otra cuestión que no se puede dejar de referir. El director une a sus destacadas condiciones, la de ser un notable pianista que ha acompañado a much@s de l@s más eximi@s div@s de nuestro tiempo y que posee, desde el teclado, la difícil virtud de sentir y respirar al tiempo que lo hace el cantante, permitiendo en una unión convivida una expresión sincera, fluida y arrebatadora. Esa misma condición la traslada en su actividad desde el foso, lo cual crea un precepto muy alentador en sus versiones operísticas.
No es para nada extraño el resultado de sus versiones. Tebar sube al podio seguro y transmite fe, iluminado y trasmite luz, sugestionado y transmite persuasión, ilusionado y transmite entusiasmo. Cuando estudia alguna obra nueva, o repasa otras de su repertorio, se emociona. De hecho en algunas ocasiones me relata la felicidad que le produce encontrar piezas o secciones con particulares riquezas de armonías, contrastes y recursos métricos, cromáticos y tímbricos y en particular con frases que tienen un extasío emocional embriagador que está muy por encima de los grafismos cifrados en el pentagrama. Cuando me habla con esa euforia sentida de su trabajo y del efecto que un conjunto de notas puede generar en los oyentes, llevo el agua a mi molino y pienso, por ejemplo, en los ojos del papa Inocencio X del retrato de Velázquez de la Galería Doria Pamphili de Roma. Percibo que esa mirada que sobrecoge por su severidad, desconfianza, animosidad e interpelación, en último extremo, no es más que producto de tres leves golpes de blanco excéntricos cobre las pupilas. En paralelo: lo que es una nota escrita y el sonido que produce. Entre medio, entre el cuadro y el ojo y entre el sonido y el oído, hay magia, claro.
Le conozco bastante (por supuesto al maestro, a Velázquez está claro que no, ya me hubiera gustado), creo que él, como otros grandes de la batuta, hace muy cierta la frase de Beethoven: «La música es una revelación mayor que toda la sabiduría y la filosofía».
Antonio Gascó