La tarea del crítico musical requiere, entre otras, responsabilidad, juicio, paciencia, concentración, balance, distanciamiento, ser fiel a sí mismo y ante todo, ser honesto. Menuda tarea que depara emociones, alegrías, aburrimientos, sinsabores, demasiadas frustraciones y algunas recompensas. Las buenas sorpresas llegan, obviamente, cuando menos se las espera. Una vez pasado el deslumbramiento inicial, hay que bajar a tierra firme, examinar, recordar, tratar de ser ecuánime. En el caso de Michelle Bradley, es difícil.
El síntoma de que algo anda “demasiado bien” se manifestó en pleno recital: no saber si seguir deleitándose o salir a llamar a todos los que no asistieron instándolos con urgencia a no perderse el final. Los únicos cómplices fueron los pocos que compartieron la velada, en este caso, demasiado pocos, síntoma grave de la apatía de la audiencia local. No está demás recordar que demasiadas veces no es necesario viajar para ver a grandes artistas, el milagro puede estar a la vuelta de la esquina.
Más allá de la anécdota de vida, en Michelle Bradley se impone una voz formidable y majestuosa estampa. Con 34 años recién cumplidos, esta maestra de música en escuelas y miembro del coro de la Houston Grand Opera fue descubierta por el programa Lindemann del Met para jóvenes artistas. En su segundo año de perfeccionamiento, la nativa de Kentucky, impresionó a Marilyn Horne y James Levine que la han tomado bajo sus alas. A punto de debutar en el Met, con jugosas ofertas nacionales e internacionales, debutó en Miami el pasado sábado gracias al infalible olfato del pianista y preparador Ken Noda que año tras año brinda un valor emergente del Met a la temporada de Friends of Chamber Music. Este año el resultado excedió las expectativas. Bravo.
Acompañada por el siempre impecable Noda, la soprano deslumbró con un programa dificilísimo y ecléctico donde primó la calidad de una voz excepcional. Opulenta en el centro, con graves que sugieren una mezzo en ciernes y agudos sorprendentes en vista de su tipo vocal, con autoridad y nobleza superlativas abrió el programa con Porgi amor, muestra de la traicionera facilidad mozartiana, aria tramposa y ardua como pocas que exige un legato perfecto. Siguió una lectura sencillamente magistral de las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss, más aún al saberse que era su primera interpretación en público. Las cimas y valles del glorioso himno otoñal straussiano son marco ideal para su instrumento. El grupo francés brilló con Notre amour de Fauré, Les chemins de l’amour de Poulenc y un Depuis le jour de Charpentier que puso a prueba sus pianisimos y filados. Salió airosa al igual que con D’amour sull’ali rosee, la temible aria verdiana que desnuda todos los defectos de una voz mientras requiere una completa batería de recursos. Bradley superó la prueba con creces asi como con el Bolero de Vísperas Sicilianas. El sueño de Doretta de La Rondine reconfirmó su amplia gama estilística para cerrar la noche con dos Spirituals estremecedores: This Little Light of Mine a capella y un justamente ovacionado He’s Got the Whole World In His Hands.
Si en sus bises, Victoria de los Angeles se acompañaba con su guitarra, Bradley se sentó al piano para deleitar con una bella canción de su autoría (Trust) y finalizar con el más electrizante América The Beautiful a capella imaginable.
Se está frente a una cantante atípica que recuerda a muchas pero no se parece a ninguna, a un auténtico rara-avis capaz de inspirar y emocionar en virtud de una voz magnífica y una presencia encantadora. Un recital que revivió la esencia de asistir a un evento musical: salir reconfortado, mejor persona, mas humano. Si el tiempo tendrá la última palabra, para Bradley el futuro es auspicioso; por ahora, una artista de su calibre es testimonio de que todavía, con perdón de Borges, en las grietas la esperanza acecha.
Sebastian Spreng