Cálida acogida a la nueva producción de Così fan tutte estrenada el pasado domingo en la Ópera de Oviedo. En especial a la visión que Joan Antón Rechi ofrece de una historia que es mucho más que un liviano juego de disfraces y equívocos. Carmela Remigio, Paola Gardina, Joan Martín-Royo y Alek Shrader forman el cuarteto de enamorados, custodiados por Umberto Chiummo e Isabella Gaudí, bajo la dirección de Corrado Rovaris.
Muy interesante la visión que propone Joan Antón Rechi, no sólo por el traslado de la acción al parisino Cabaret Sauvage, donde, en palabras del propio regista, el engaño y el juego se acepta con mayor facilidad, sino por la manera de resolver el ambiguo final que Mozart y Da Ponte plantean en su última colaboración. No es un lieto fine, tampoco un desenlace dramático. Rechi, quien a lo largo de todo la función juega hábilmente con la tragicomedia, opta por dejar vías abiertas, puertas a la continuación de una historia que se revela como el comienzo de un viaje sentimental mucho mayor para sus cuatro protagonistas. Y ese es precisamente el acierto de Rechi: dosificar la comedia para que su aparición sea tremendamente eficaz, y salpicar toda la función de pequeñas pinceladas dramáticas que ahondan en un libreto que debajo de una fachada ligera oculta un estudio muy profundo sobre las relaciones de pareja que el director de escena andorrano explora sin complejos.
En el cuarteto protagonista cabe destacar en primer lugar a Carmela Remigio, gran estrella de la noche, demostrando un rango vocal envidiable que le permitía pasar por las antinaturales exigencias de la escritura de Mozart, escrita para una soprano que demanda unos potentísimos graves y una flexibilidad vocal que Remigio resuelve de manera sobresaliente, unido a una caracterización psicológica de Fiordiligi como una mujer contenida y huidiza, llena de contradicciones, en el personaje más complejo en cuanto a su arco dramático de la ópera. Su enamorado, Joan Martín-Royo, regresa al Campoamor en el papel de Guglielmo. El barítono catalán ha participado en la trilogía Mozart-Da Ponte en Oviedo en diferentes roles durante las últimas temporadas (Masetto en Don Giovanni, Fígaro en Le Nozze) y aquí vuelve a demostrar su idoneidad en este tipo de papeles. Seguro, convincente en su emisión y con una voz para la que, si bien el papel no demanda un gran cuerpo, sí exige una seguridad clave para el funcionamiento de cada concertante, consigue además de sacar todo el partido a su intervención solista en el segundo acto, en el aria “Donne mia la fati a tanti”, que guarda una innegable conexión con el “Aprite un po’ quegli occhi” que tan bien defendió hace justo un año en Oviedo como Fígaro.
Paola Gardina fue una Dorabella de una vis cómica inigualable, en un papel en el que se la notaba disfrutando, y eso se transmitía al público. Sumado a una voz ligera, de afinación perfecta y de gran musicalidad, fue uno de los grandes descubrimientos de la noche. Por último Alek Shrader ofreció un Ferrando apoyado en una emisión muy natural en los registros medio y grave, que sin embargo se cerraba demasiado y llegaba muy forzado en el agudo, lo que descompensaba sus intervenciones.
Por lo general se tiende a considerar papeles secundarios a Don Alfonso y Despina, y nada más lejos de la realidad. Tanto Umberto Chiummo como Isabella Gaudí –cantantes consagrados en el repertorio mozartiano que demostraron una vez más su altísimo nivel vocal– se mostraron capitales en sus apariciones, el primero como maestro de ceremonias (ojo al trabajo como prestidigitador que añade un plus de dificultad a su actuación realizando continuamente trucos de magia) y Gaudí como una desatada sirvienta tremendamente divertida.
Con el Coro de la Ópera de Oviedo mostrando su habitual solvencia y empaste en una partitura que no les permite un lucimiento excesivo, y la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias abandonando el foso para situarse en el centro del escenario, el director italiano Corrado Rovaris sumó un nuevo triunfo en Oviedo. Rovaris, que se ha presentado en el Campoamor en diferentes repertorios –de Mozart a Britten, pasando por Verdi–, siempre buscando una lectura que parece adentrarse en la esencia del compositor. Così fan tutte es ofrece una orquestación tremendamente sutil, que a menudo no permite grandes alardes a la orquesta, y unas audaces armonías que el director explora sin complejos, incluso recreándose en unas disonancias inusuales para la época. Eso, unido a la dificultad de encontrarse en el centro de un escenario giratorio, con todas las voces a menudo a su espalda, refuerza el mérito de conseguir la sensación de control absoluto sobre todo lo que suena, sin permitir jamás que la música se desboque.