Rossina en el pedestal

La última temporada de la etapa de Gerard Mortier al frente de las producciones del Teatro Real ha comenzado con una revisión del Barbero de Sevilla (1816) de Rossini, en una versión escénica estrenada en 2005 a cargo de Emilio Sagi. Las reposiciones ponen siempre al espectador ante la tentación irresistible de comparar repartos. Poco se parece el Barbero que ofrece hoy el coliseo de la Plaza de Oriente al de 2005, principalmente por la ausencia destacada de los especialistas en Rossini, Gianluigi Gelmetti y Juan Diego Flórez. Aquella versión fue todo un acontecimiento, que dio lugar a una prodigiosa reproducción audiovisual posterior que la hizo muy popular.
Tal ver por ello, los espectadores acusan la falta de novedad, máxime acostumbrados a la novedad constante a la que Mortier nos tiene acostumbrados. He podido constatar con un punto de decepción la falta de brillantez y vitalidad de la Orquesta Sinfónica de Madrid, dirigida por el checo Tomas Hanus. Demasiado condescendiente con las voces, su actuación no termina de tomar vuelo y deja en el ambiente un provincianismo anodino, muy alejado de la idea mediterránea que inspiró a Rossini. Dejaron muy buen sabor de boca Serena Malfi (Rossina) con un instrumento tratado de manera inteligente, cuyo registro medio le va como un guante a la protagonista sevillana; y Dmitri Ulyanov (Basilio, el maestro de música), un bajo cantante con la voz en sazón, que sin embargo no cuajó su actuación por no resultar muy creíble en lo actoral. El otro Dmitri, Korchak, que interpretaba al Conde de Almaviva, dibujó un personaje con más oficio que acierto, empleándose con generosidad en la difícil aria y cabaletta «Cessa di più resistere»; esfuerzo interpretativo que el público de Madrid ha sabido agradecer. Un elenco, en suma, que a duras penas resiste la comparación con el de 2005, pero que cumple su función musical sin los aspavientos chabacanos tan propios de otras producciones de ópera bufa.
Un aspecto positivo de la ausencia de estrellas vocales es que el espectador puede seguir la evolución del melodrama sin distracciones, con permiso del inteligente aunque reiterativo montaje de Sagi. Lo que de bueno tiene su propuesta se ha vuelto en su contra. Recordemos que su Barbero fue retransmitido en televisión, se puede encontrar íntegro en internet y fue comercializado en DVD. Su fuerza inicial se ha ido diluyendo a fuerza de visionarlo, y ha perdido gracia y efectividad. Varios de sus aciertos, no obstante, siguen invitando a la reflexión.  Uno de ellos es la necesidad de Sagi de imbricar la acción dramática y musical (en Rossini es lo mismo) en el espacio sevillano. “Como cuando al principio de West Side Story los personajes van caminando por Nueva York y de repente se paran, dan un paso de Jerome Robbins y luego siguen”, explica el director escénico. Por, aunque llega a resultar algo cargante tanto taconeo y rebolera flamenca, (se agradece su intento de hacer partícipes a nuestra Sevilla, y a nuestro país), con sus tipismos, del magma rossiniano. Compensa esta visión cañí con un punto de ingenuidad en las imágenes, que emplea en el ensemble que pone fin al primer acto y el juego que propone entre el blanco y negro y el color, la autoridad y la libertad, la estabilidad y la aventura. Por eso Sagi presenta en crudo toda esa vitalidad que parece que ahora nos falta, pero que forma parte del ser del español, inspirando a luchar por lo que amamos, como Rossina, o a poner nuestro ingenio de Fígaro al servicio de causas más valiosas (y mejor aun si es a cambio del oro de Almaviva).
La propuesta escénica acierta también dando al personaje de Rossina la relevancia que merece. «Una voce poco fa» se canta en lo alto de una columna a modo de pedestal, que para mí supone una metáfora de la importancia indiscutible del ser femenino mediterráneo, el modelo sureño que vio el genio de Pésaro en su personaje: una mujer valiente con la frente despejada y el corazón listo para amar. No cabe duda de que ella es la verdadera protagonista de la obra, el detonante de esta farsa que se ha convertido en un fetiche para el Teatro Real, y el epicentro de este maravilloso terremoto rossiniano, que sin embargo pasa estos días con poca intensidad por la Plaza de Oriente.
Pese a todas nuestras reservas, sería un gran error no acudir de nuevo a ver el Barbero de Sevilla. Y, como esa multitud que se congrega a las puertas de la casa de los locos por el escándalo que organizan las criaturas de Rossini, apostarnos curiosos en su puerta, con la esperanza de descubrir algo nuevo, acaso sobre nosotros mismos.
Carlos Javier López Sánchez