Por Majo Pérez
La semana pasada, la Sociedad Española de Obesidad (SEEDO) intentaba consolarnos, a su manera, constatando que casi la mitad de los españoles engordó de 1 a 3 kilos durante el confinamiento. Esta noticia en la prensa, sumada a otras que alertaban del riesgo a una segunda ola de Covid-19 y a una nueva reclusión, me hizo rememorar lo mal que lo pasé durante esas semanas sin poder salir de casa. Obviamente, dichas medidas eran urgentes y perseguían salvar vidas, pero de repente, nos privaron a todos de nuestra cotidianidad; la familia, los amigos, el trabajo, el ocio… siendo la música en vivo la privación que más me dolía a mí en cuanto a actividades de asueto se refiere. Mis células exigían una compensación con vehemencia, y yo les ponía CDs y les daba sus raciones de Spotify y Youtube, mas dicha combinación no estaba a la altura de la emoción que se siente cuando se apagan las luces y las notas de los primeros compases invaden el ambiente. Ahí es donde entran la copita de vino y el queso. O el trocito de tarta con el café con leche. También ayudan a compensar.
Quizá el parón de los teatros durante el confinamiento pueda ayudarnos a comprender mejor por qué Rossini desarrolló una pasión tan grande por el yantar y la gastronomía. Se sabe que de niño pasó mucho tiempo al cuidado de su abuela materna en Urbino. Al parecer, las ideas revolucionarias de su padre, Giuseppe, conocido por su ardor jacobino, obligaron a la familia a cambiarse de ciudad varias veces, de modo que vivir con la abuela le permitía a Gioachino mantener una continuidad en los estudios. De su abuelita aprendió, sin duda, a elaborar sus primeras recetas y a apreciar los productos típicos de Las Marcas, como las trufas. Gracias a ella se crio sano y rollizo. Pero, ¿basta este dato biográfico para justificar su idilio con la comida?
Cuentan que, al preguntarle un admirador si había llorado alguna vez en su vida, el vivaracho Rossini respondió: “Sí, un atardecer montando en barca en el lago de Como. Estábamos empezando a cenar y yo me disponía a devorar un estupendo pavo relleno de trufas que se me escurrió y se cayó al agua”. Además, se le atribuyen numerosas frases que lo retratan como uno de los gourmets más ilustres de la historia. Al parecer llegó a afirmar cosas como “El apetito es para el estómago lo que el amor es para el corazón. No conozco un trabajo mejor que el comer” o “Comer y amar, cantar y digerir: estos son en verdad los cuatro actos de esta ópera bufa que se llama vida”, por poner solo dos ejemplos.
Quizá lo que explica la pasión gastronómica de Gioachino Rossini pueda arrojar luz también sobre el mayor misterio que rodea su vida: ¿por qué se retiró de los teatros en 1829, cuando solo contaba 37 años y aún gozaba de gran prestigio y aceptación entre la crítica y el público? Murió en 1868, por lo que sobrevivió casi 40 años a su última ópera, Guillaume Tell. Decisión tan tajante se ha intentado explicar con diferentes hipótesis: 1) problemas de salud por enfermedad o agotamiento físico y psicológico (llegó a estrenar cuatro óperas en el mismo año), 2) pérdida de interés (a esa edad ya contaba con una pequeña fortuna y recibía una pensión vitalicia por parte del gobierno francés por haber compuesto el mencionado Guillaume Tell para el Théâtre de l’Académie Royale de Musique) o 3) inadaptación a la nueva estética romántica (aunque era un grande, prefirió aceptar que su momento había pasado). Nunca sabremos a ciencia cierta qué pasó, pero de lo que no me cabe duda es de que su retirada de los escenarios debió de ser traumática y dolorosa para el cisne de Pésaro.
Hijo de un corista y de una soprano de teatros locales, Rossini ya formaba parte de una banda de música municipal a los seis años. A los 16, ya giraba por los teatros de su región como acompañante clavecinista. Y a los 18, ya había estrenado su primera ópera, La cambiale di matrimonio, en el Teatro San Moisè de Venecia. Por lo tanto, ¿cómo le puede sentar una retirada tan prematura a alguien que ha crecido sobre las tablas? Si a nosotros, los melómanos de a pie, nos sentó fatal quedarnos sin teatro durante los meses que duró el estado de alarma, para nuestro amigo Rossini el adiós a los escenarios debió de ser demoledor. Y siendo el arte una necesidad tan fundamental de los seres humanos (al menos de aquellos sensibles y cultivados), no es de extrañar que ante una situación de privación artística, intentemos compensar volcándonos en otras necesidades primarias como es el yantar. Mientras compone su Stabat Mater, una vez que ya estaba alejado de los focos, Gioachino escribe a unos amigos: “Estoy buscando motivos musicales, pero no me vienen a la mente más que pasteles, trufas y cosas así”.
Yo, por si acaso nos vuelven a encerrar, me voy al súper a por levadura…