Rusalka en el Teatro Real: una ondina demasiado humana

                                                Rusalka en el Teatro Real Por Germán García Tomás

Podemos considerar a Rusalka de Antonín Dvořák, junto a La novia vendida de Bedřich Smetana, la ópera checa por antonomasia. En ella, obra maestra indiscutible y la más perfecta de sus creaciones operísticas, el autor de la Sinfonía del Nuevo Mundo desarrolla los postulados del drama musical wagneriano en natural connivencia con el folclore eslavo, mediante una trama eficaz de reconocibles leitmotivs dentro de un tupido lenguaje orquestal, repleto de insólitos hallazgos en la armonía, el ritmo y el color. Hija de su tiempo, Rusalka ve la luz en el mismo comienzo del siglo XX, 1901-justo un año antes que Pelléas et Mélisande de Debussy-, y tras casi un siglo sin pisar el escenario del Teatro Real, la historia de la ondina que ofrece su condición sobrenatural y sacrifica su habla para vivir el amor humano ha retornado al coliseo lírico madrileño con una renovada puesta en escena en coproducción con Dresde, Bolonia, Barcelona y Valencia.

Asmik Grigorian y Eric Cutler en la "Rusalka" del Teatro Real
Asmik Grigorian y Eric Cutler en la «Rusalka» del Teatro Real

Como en el Capriccio straussiano de la pasada temporada, Christof Loy vuelve a asombrarnos en su gusto por el preciosismo y la decoración exquisita, pues traslada el original lago y bosque del cuento de hadas de Friedrich de la Motte Fouqué, con trazas de La sirenita de Andersen, a un lujoso pero decadente teatro que como ese par de cariátides de la escenografía de Johannes Leiacker, ve de lejos el esplendor de tiempos pasados. Por ese escenario desfilan personajes de corte chaplinesco como el guardabosques y el pinche de cocina (que por sus códigos estéticos recuerdan asimismo a Stan Laurel y Oliver Hardy), los dos papeles cómicos de la historia que narra el libretista Jaroslav Kvapil, además de bailarinas danzando, últimos restos del antiguo esplendor teatral. La propia Rusalka, paralítica y humana en vez de ondina, anhela desde el lecho emular los pasos de baile de sus compañeras, y con su par de muletas (que sustituyen a la cola de sirena) intenta sin éxito emular sus pasos, cayendo torpemente al suelo.

En general, la metáfora que nos sugiere Loy está bien conseguida, presentándonos al Duende (Vodník) como un padre despótico pero a la vez tierno hacia su hija, y a la vieja hechicera Ježibaba como una madrastra dueña del teatro que prepara su pócima mágica (una bebida caliente servida en taza) para que Rusalka se convierta en una prodigiosa bailarina de ballet con infinitas capacidades, entre ellas, las que más ansía, enamorar y enamorarse. No obstante, distrae, y mucho, la aparición de diversos figurantes en el segundo acto, donde las pasiones amorosas se desbocan y asistimos a poses explícitas de cópula grupal por toda la escena, mientras el Príncipe coquetea con la Princesa extranjera y Rusalka asiste muda e impávida a las inconstancias de su amado. Una roca en el centro del escenario en el acto primero parece aludir a la original condición de náyade de la protagonista, que en el tercero se ha trasladado al fondo del escenario, por cuya abertura desfilará Rusalka una vez ha besado mortalmente al Príncipe. Mezcla por tanto de elementos humanos y sobrenaturales que en ocasiones dispersa la atención del espectador, y que revela la predilección del regista alemán por el movimiento desinhibido, coreografía incluida, firmada por Klevis Elmazaj, en torno a las escenas presentadas.

Rusalka en el Teatro Real
Escena de Rusalka con Karita Mattila. Rusalka en el Teatro Real

Salvando todas las distancias, es inevitable no encontrar ciertos paralelismos entre Rusalka y la Tetralogía wagneriana. La ondina es una especie de Brunilda que tiene como progenitor al espíritu supremo de las aguas, un trasunto de Wotan, y a sus tres hijas ninfas no se las puede encontrar otro equivalente que las tres hijas del Rin, que bailan y juguetean con Vodník, aunque en El oro del Rin lo hacen con el nibelungo Alberich, quien destruye el equilibrio que otorga el anillo, y que aquí lo representa la naturaleza acuática de Rusalka. El Príncipe es un antihéroe que ni de lejos podría emparentarse son Sigfrido, estando más cerca del Pelléas debussiano (esa inmediata antiópera de cercano estreno a Rusalka) por su enamoradizo proceder. Dvořák tenía muy presente la magna obra de Wagner, pues su música es en ocasiones un espejo de ese discurso de desarrollo sinfónico que el compositor alemán destina para la Tetralogía, y la capacidad evocadora y descriptiva de los pentagramas del checo es muy pareja a la de Wagner, incluso con un tenebroso leitmotiv casi calcado en melodía y orquestación. Todo ese poder sugestivo se encarga de convocar el maestro Ivor Bolton al frente de la Orquesta Titular del Teatro, otorgando la virtud de la continuidad a una partitura sumamente compleja y repleta de aristas, subrayando el componente tímbrico del entramado orquestal, en el que destaca la sección de maderas, con un oboe y un corno de excepción, y un arpa que, situada en el extremo izquierdo por encima del foso, se convertía en la sombra embriagadora de la protagonista. Acertadísimo criterio nos resulta por tanto, el de separar el arpa del resto de la orquesta. Bolton demuestra una vez más que es capaz de plegarse a todo tipo de repertorio, dirigiendo con elocuencia desde el inquietante y embrionario preludio inicial, y destinando momentos de pura magia y encendido lirismo.

En el primer reparto, Asmik Grigorian, que hace completamente suyo el exigentísimo rol titular, es con justicia la rotunda e indiscutible triunfadora de la noche. Su entrega es absoluta y total desde el inicio, exhibiendo unas abrumadoras facultades vocales de poderoso registro superior y seductora belleza vocal, junto a unas capacidades actorales que se adecuan a cada cambiante situación de la ópera. Pese a ser cantante y no bailarina, llega a ponerse en puntas con increíble facilidad. La composición del personaje que realiza la soprano lituana es verosímil de principio a fin, y llega a emocionar con su depuradísima Invocación a la luna, página estrella de la ópera, cantada desde la cama en la que está postrada, hasta coronar su soberbia y espectacular interpretación con un dúo de suprema vehemencia, no sin antes dejar sensacionales instantes al lado de Vodník o Jezibaba, manteniendo la dignidad del personaje a un altísimo nivel que a buen seguro se va a recordar durante mucho tiempo.

Rusalka en el Teatro Real
Otra imagen de los protagonistas de Rusalka en el Teatro Real.

El mérito del tenor Eric Cutler ha sido el de acudir al ensayo general de esta producción recién operado de urgencia del talón de Aquiles, y esas otras dos muletas que le sostienen mientras deambula por la escena son el reverso de las de Rusalka, a la que se dirige con elocuente canto y grata línea, aunque no demasiada extensión. Junto a Grigorian, regala sus mejores momentos en el postergado dúo del acto tercero, donde asistimos a las convenciones tradicionales de la ópera en su sentido más amplio, alejadas ya, por fin, de las distancias sociales que nos impone la era del covid. El ejemplo concreto del estadounidense ha sido el de la adaptación de un montaje a la cruda realidad de la vida cotidiana. La ya veterana soprano Karita Mattila brinda un ejemplo de natural desenvoltura en su recreación del escueto papel de la Princesa extranjera, siendo todavía un gusto disfrutar de su ya no tan brillante pero contundente color vocal, mientras que la mezzo Katarina Dalayman es una Ježibaba que, sin caer en sobreabundancia de histrionismos, cumple con las particularidades prosódicas del sibilino personaje. Maxim Kuzmin-Karavaev, pese a no ostentar una voz cavernosa como los bajos legendarios que han dado vida a Vodník, lo defiende con plena autoridad vocal y escénica.

En el apartado cómico, el tándem formado por la soprano Juliette Mars y el barítono Manel Esteve es sencillamente ideal desde el punto de vista teatral, pues ambos bordan su escena inicial del acto segundo, con una escalera como elemento de travesuras, así como su estrambótica entrevista con la hechicera del tercero. El barítono Sebastià Peris impone su canto noble como el cazador con aires de Pierrot, y las tres ninfas, encarnadas por tres magníficas cantantes –Julietta Aleksanyan, Rachel Kelly y Alyona Abramova-, demuestran un correcto empaste en sus dos momentos estelares, imbuidos de esa hipnótica belleza melódica a la que nos acostumbra Dvořák a lo largo de todo su catálogo musical, que, con Rusalka, rubrica brillantemente un camino de auténtica pasión por el teatro musical con raíces nacionalistas.

El Teatro Real ha apostado, con sumo éxito, por rescatar esta ópera con un enorme poder de fascinación, y cuyo impresionante epílogo orquestal, que contiene alguna de la más trascendental música escrita por el checo, nos pone delante mismo de la redención por el amor. Como vemos, la deuda con don Ricardo es más que evidente dentro de esas profundidades acuáticas de continuos reflejos bañados por la blancura de la luna llena a la que se dirige, sin referencia gráfica, la colosal Asmik Grigorian, núcleo principal sobre el que gira esta producción, cuanto menos, sugerente y original.

______________________________________________________________________ Madrid, 16 de noviembre de 2020. Teatro Real. Rusalka (Antonín Dvořák). Asmik Grigorian (Rusalka), Eric Cutler (El príncipe), Karita Mattila (La princesa extranjera), Katarina Dalayman (Ježibaba), Maxim Kuzmin-Karavaev (Vodník), Sebastià Peris (El Cazador), Manel Esteve (El guardabosques), Juliette Mars (El pinche de cocina), Julietta Aleksanyan (Primera ninfa), Rachel Kelly (Segunda ninfa), Alyona Abramova (Tercera ninfa). Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Christof Loy.