El último fin de semana de febrero fue el que presenció los tres conciertos que Sergey Khachatryan, acompañado de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León y dirigido por Andrew Gourlan, tocó en el Auditorio Nacional. El programa, simple y llanamente, espectacular: el Concierto para violín y orquesta en re menor, Op. 47, de Sibelius, y la Sinfonía núm. 8 en do menor, Op. 65, de Shostakovich.
Antes de que Khachatryan saliera al escenario recordaba yo cierto pasaje de las Memorias de Arbós en el que el afamado director comentaba lo difícil que le era al público londinense aprender nombres nuevos y aclamarlos como ídolos, ilustrándolo con el ejemplo de un asistente que le comentaba en un descanso de ópera lo bien que cantaba un joven tenor. Ese tenor, al que había escuchado el año anterior y olvidado como si nada, era nada más y nada menos que Caruso. Sin embargo, no triunfó verdaderamente hasta algunos años después. El público del Nacional es parecido. Khachatryan ha tocado bastante ya en España (yo mismo lo vi hace unos años con un excelso Beethoven, también en el Nacional) pero todavía no se ha consagrado como estrella para nuestro público. Incluso la página web del Auditorio anunciaba el concierto como La sinfonía más trágica de Shostakovich y con la fotografía del director de la OSCyL y no con la del solista, como sí hacen con Ray Chen, por ejemplo. Un detalle curioso, porque el violinista para este concierto no es un cualquiera: ganador de los principales concursos de violín, Khachatryan es un favorito de directores como Gergiev y ha tocado con las mejores orquestas del mundo, garantizando llenos allá por donde va. En España conserva la capacidad de sorpresa, del intérprete todavía desconocido. Esto hace que sus interpretaciones sean aún más impactantes para el público asistente.
El concierto de Sibelius es, junto con el de Khachaturian, la seña de identidad de este joven violinista, con lo que las expectativas eran altas. No solo no defraudó, sino que superó todo lo que yo había previsto. Desde el primer momento mostró un arrollador carisma y una técnica perfecta, unidos a un sonido maravilloso. La fuente de este carisma es, principalmente, su manera de estar sobre el escenario: mirando al suelo en los tutti, concentrado, con los ojos cerrados mientras toca. Cuando la música se vuelve etérea él acompaña elevando los talones. Cuando se vuelve violenta, clava los pies en el suelo y respira con fuerza. Su principal fuerte, que es un creador de momentos. Prepara la música hasta que alcanza topes que te hacen querer aplaudir incluso en medio de la pieza. Si se le puede poner algún pero (que para mí no lo es), su a veces excesivo ímpetu le hace perder en limpieza.
El primer movimiento fue espectacular, un alarde de fuerza y virtuosismo. Comenzó con un piano sonoro, de gran proyección, pero no pudo contenerse mucho cuando llegó a partes en forte. Él mismo intentaba rebajar la tensión con unos finales de frase exquisitos, siempre cerrando, pero no puede engañar a nadie: se excita tocando como el que más. No solo los pasajes virtuosos no eran ningún reto para él, sino que sus esfuerzos iban encaminados a la emoción. El final de este movimiento, con las dificilísimas octavas digitadas, fue una demostración de garra y gran sonido.
En el segundo movimiento tampoco pudo aguantar mucho escondiendo el gran sonido y en cuanto llegó a las grandes alturas en la cuerda grave volvió a destapar el fortissimo. En este movimiento, increíblemente lírico, fue donde nos regaló los momentos más impactantes: un piano súbito por aquí, un crescendo infinito por allá y una nota final infinita, que se queda en el aire y deja al público conteniendo la respiración. Lo mejor de todo fue que no hubo móvil ni tos que lo rompiera, dejándonos disfrutar de ese instante.
El tercer movimiento, con una cota altísima de virtuosismo, tuvo los momentos más espectaculares. Un staccato feroz, unas octavas clavadas, unos armónicos penetrantes. De nuevo a Khachatryan nada le parecía suficiente, forzándose a si mismo y al violín para superar sus propios límites. Su entusiasmo es contagioso y la orquesta, imperfecta pero impetuosa, respondía. Gourlan dirigía con gestos elegantes y pequeños a los que la orquesta desafiaba con un sonido inmenso, rayando en lo excesivo. Entre todos llegaron al final del concierto, que fue el clímax de lo escuchado. Tras un grandísimo aplauso (creo que el más largo que he escuchado este año, además de sostenido) y varias entradas y salidas, un humilde Khachatryan nos informó de que iba a tocar una pieza de su país, Armenia. La elegida fue Apricot Tree, de Komitas. Aquí sacó su lado más natural y solemne, con una simple canción muy intimista que el público recibió con cariño.
Tras el descanso, en el que se escucharon muchos elogios hacia el violinista, presenciamos una fiera interpretación de la Octava Sinfonía de Shostakovich. Mi impresión era que la orquesta era un grupo implicado pero todavía en construcción. Los jefes de sección se miraban continuamente para entrar juntos, buen detalle, pero después se desbocaban en un sonido a veces excesivo. De nuevo, no me molestó la imperfección, que hacía más viva la música, pero entiendo que en estos tiempos se premia más la precisión y la contención. Tras dos movimientos notables, destacando la parte lenta del primero, casi sin vientos, y lo rítmico que fue después, se sucedieron sin interrupción los tres últimos, que desembocaron en el esperanzado Allegretto. La interpretación me recordó bastante a esas lecturas sinceras y excesivas de las grabaciones soviéticas, alejadas de la sofisticación que ahora tienen la mayoría de los conjuntos. Sin embargo la atención del público se había agotado tras la primera parte y la sinfonía no recibió los aplausos dirigidos.
El concierto fue un acontecimiento importante de esta temporada en el Auditorio Nacional, con el añadido de una jovial imprecisión que me hace querer ver más veces tanto a solista como a orquesta. Fui el viernes como el sábado y ofrecieron interpretaciones diferentes, lo que resulta muy atractivo en un panorama de robots musicales. Y esperemos que esta vez sí recuerden el nombre de Khachatryan.
Miguel Calleja Rodríguez
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